CAOS
A.A.
(amapola amarilla) / 2001
Todos
sus objetos y pensamientos me atrevería a decir con seguridad se mantenían
en un cierto lugar especifico y
en un cierto tiempo que como sabemos, es relativo. El conocía cada una de
sus piezas en su totalidad, las había observado, utilizado, disfrutado día
a día y por consiguiente como ya he dicho, cada una tenía un movimiento y
un espacio individualizado. Hago hincapié en esto ya que esta historia no
mencionará otra cosa más que el orden formal producto de su caos interno.
El
sabia que si tropezaba o pateaban su tablero donde se apoyaban y acomodaban
sus cosas, el desorden que involucra la caída lo mataría. En esa visión
de la caída de cada pieza, ya sintiendo las nauseas que minutos después lo
llevarían irremediablemente al desequilibrio, atino a gritar. Abrió
locuazmente sus ojos y siguió gritando noooooooooooo!!!!
Sus
objetos ya no estaban en el lugar que él les había asignado.
Simón
era un tipo de esos a los que la mayoría de la gente le escapa debido a sus
“raras”y aburridas interpretaciones de la vida.
Si
todo el universo tiende al caos incluso Simón, sus cosas ya desparramadas
por el piso eran una muestra pequeña de lo que a largo plazo podría ser el
fin de sus agitaciones internas. Sus
ideas habían sido interceptadas por una verdad completamente opuesta o por
lo menos distinta, provocándole éstas el vomito que no pudo parar, ni
siquiera con un algodón
embebido en alcohol, que su abuela solía darle en estos casos. Simón
odiaba vomitar, esa sensación de ardor en la boca del estomago y el olor y
todo su mundo desparramado por
el piso.
En
todo este proceso de desorden su mente volaba a tal velocidad que no podía
parar en ninguna idea concreta. El había sido el artífice de romper con su
rígida idea del mundo. ¿Como seria compartir con su opuesto, no reprimir,
no reprimirse, ser feliz? Quizás para Simón había llegado el momento de
partir. ¿Y hacia a donde?
Mas
tarde cuando las náuseas habían cesado
cobrando su estado normal viendo las cosas desde sus hombros todas
desparramadas por el cuarto, muchas salpicadas y otras flotando en el
vomito, profesó que tenia que empezar de nuevo. Sus objetos eran su tesoro
y sentía gran apego por ellos.
Por
momentos se decidía a tirar todo, dejar el cuarto vacío y evitar todo tipo
de conflicto.
Cuatro
paredes blancas, el piso, el techo, un universo vacío. Por un momento
imaginó de esta manera su mundo y
pensó como refugiarse en él,
una noche helada con lluvia y relámpagos, pero era imposible imaginar
semejante cosa en un espacio donde no había nada más que el recuerdo.
Cuanta tristeza, si el quería a sus objetos debería recuperarlos, volver a
armar su espacio.
Discernía
que cada pieza ya no iba a posarse en el mismo lugar, sus ideas ya no eran
las mismas, tampoco quería que lo fueran. Ambicionaba reinterpretar su
mundo, este cambio de estado acompañado por nuevos comportamientos, nuevos
pensamientos, lo aturdían.
Acomodó
cada pieza donde le pareció mas conveniente, pero sin darle mayor
importancia.
Cuando
terminó las observo y al no sentir la soledad de las paredes blancas, ni el
frío del vacío sonrió y se sintió mas tranquilo. Saco del mueble una
botella de jerez y se sirvió una copita.
Nuevamente
y sin saberlo cada pieza ocupaba un nuevo
lugar estratégico y en él nuevas enseñanzas.
Cansado
y sin bebida que tomar, se acostó, pero para su mal la cama ya no estaba
frente a la ventana, sino debajo de ella con su cabecera al oeste. ¡Al
oeste ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ repitió
en voz alta disgustado. Había recordado que en esa orientación los Incas
enterraban a sus muertos. Pobre Simón, un nuevo conflicto se sumaba a ese día
interminable. No era supersticioso pero uno de sus amigos siempre lo
torturaba con este tipo de cosas, que escuchaba e inmediatamente rechazaba
porque a lo único que estaba atado era al azar.
Su
día había sido distinto, demasiado agitado para su gusto. Por momentos
perdía el norte y ahora su cabeza señalaba
el oeste justo debajo de la ventana. Era el fin.
El
miedo de no despertar a la mañana siguiente no lo dejaba pegar un ojo; todo
por patear el tablero y por esas malditas leyendas que Jaime se deleitaba
contándole con tanto detenimiento. El
sabia que no era así, antes de
conocer a Jaime había dormido sabe él como y estaba vivo. Se preguntaba
cuales eran las justificaciones que tenían esas tribus. Su amigo se las había
contado en alguna oportunidad, pero no las recordaba exactamente. Buscaba
atrás en su memoria. Por ahí recordó una de aquellas tardes de primavera
en el tan querido bar “el 33”; donde el sol poco a poco desaparecía dejándole
lugar a la noche, cuando desde
la ventana se veía la desgarbada silueta
de Jaime que a paso lento se acercaba al bar. Ese día Jaime se había ido
con toda la artillería. Llevaba consigo fotos de tumbas del cementerio Inca
de Sillustani en Perú que
visito tiempo atrás. De ahí
vino el cuento de cómo enterraban a los muertos. Jaime lo aturdía
contándole que la muerte siempre ataca por atrás, por el oeste,
cuando todo se acaba al igual que el día. Haciéndose cómplice de estas
teorías, con énfasis le decía
que los Incas creían en la reencarnación, y de la única forma que podrían
nacer nuevamente era enterrando a sus muertos en posición fetal mirando
hacia el este por donde sale el sol. Simón lo escuchaba atento, miraba las
fotos y se interesaba al ver que su amigo ponía tanto acento en la
orientación de cada objeto, iba y venia en sus pensamientos, lo perturbaba
cada asociación que podía relacionar con el caos. Tanto orden
preestablecido en función de lo que dura un día, una noche, una vida. Todo
comportamiento determinaba algo específico; si dormías con la cabeza
orientada al oeste o al sur la muerte te visitaría probablemente y al estar
dormido no habría forma de persuadirla para que pase otro día.
Pero también cabía la posibilidad de cualquier cambio en el
trayecto que generará otros estados. Jaime seguía hablando, las puertas
siempre orientadas al norte y
en zic zac para que solo entren los buenos espíritus decía. Simón trataba
de acordarse en que posición tenía su cama, su cabecera. En aquel momento
si la ventana estaba al este era irremediable, la cabecera quedaría al
sur, porque al norte estaba la puerta.
Simón
recordaba que Jaime había hablado toda la noche de diversos temas pero el
único que resonaba en su mente era éste, quizás por su temor a morir, que
todo se acabe y sin poder cumplir sus sueños.
En
voz baja casi temblando se decía que
hoy podía ser el día, las condiciones estaban dadas.
Un aire frió circundaba
su cuerpo, la ventana estaba abierta. Casi a punto de cerrar los ojos
decidió levantarse, darse un baño. Eso le sentaría muy bien,
pensaba mientras abría la ducha. Se sumergió en la bañera como si de esa
forma lavara su alma y la protegiera de
todo mal que pudiera asecharlo en la madrugada, especialmente de su terrible
enemiga. Sentía correr el agua por el cuerpo y su corazón alentarse, habían
pasado mas de 45 mim y su piel
empezaba a arrugarse y el agua a enfriarse. Salió de la bañera tomo la
toalla y se seco por encima, no podía poner demasiada atención en sus
movimientos, quizás no debía. Toda su atención estaba puesta en la
ventana y en su cama. Dudó si vestirse y salir a la calle, dar unas vueltas
hasta que amaneciera o acostarse nuevamente. Pero sabia cual era su desafió
y si lo evadía en algún momento lo tendría que enfrentar. Desde la puerta
del baño miró la cama, camino hasta la ventana, saco la cabeza, notó que
llovía, en voz muy baja para que nadie lo escuche vocifero que ella no se
mojaría, porque como toda
mujer seguramente odiaba deshacer su peinado. Entonces se acostó
tranquilo.
El
baño lo había relajado, todo su cuerpo perfumado y limpio se cobijaba bajo
las sabanas. Las horas pasaban, aunque así no lo sentía, la noche lo
atrapaba en su mayor negrura, lo hamacaba llevándolo al sueño, pero sus
ojos permanecían abiertos enfocando la inmensidad del techo que se le venia
encima. Ya no llovía y ese aire fresco que mas temprano casi le permite
dormir ahora lo congeló; atino a cerrar rápidamente la ventana, pero
antes, frente a ella sintió que algo lo traspasaba, no se detuvo,
y además de la ventana bajó la persiana. Era inútil, su mente había
cruzado el umbral de lo real y su imaginación lo entregaba lentamente a la
tan temida Dama. Tendido en su lecho sus ojos intentaron cerrarse, él no
quería dormir, no le convenía. Mas aun si creía que esa masa de aire
denso que lo atravesó por el oeste lo venia a buscar.
Dio mil vueltas en la
cama para mantenerse despierto, se sentaba y miraba cada uno de sus objetos
tratando de recordar la posición que tenían antes de la caída.
Pensaba que si modificaba la trayectoria de un objeto según la teoría del
caos los resultados se verían también modificados totalmente pero no
ocurriría inmediatamente. Esto implicaba que seria en vano cambiar
la posición de la cama
a la orientación este, ya que no
había tiempo, ella estaba ahí. A cada instante sentía enloquecer, todo
este agite tranquilamente podía ser un sueño, mejor dicho una pesadilla de
la cual no podía salir.
Con
bronca y al limite del tedio volvió a recostarse dispuesto a dormir, repitiéndose
para sus adentros, que pase lo que tenga que pasar.
Sus
pies sintieron que no eran los únicos al final de la cama, algo o alguien
yacía junto a él y a la izquierda.
El
terror lo invadió sin dejarlo respirar, su cabecera estaba al oeste y la
muerte había venido por él; de un salto se incorporo en el mundo de lo
real abrió los ojos, miro cada uno de los objetos y pensando en las
creencias Incas que Jaime le había contado con tanto detalle,
vaticinó irremediable
su muerte.
Pero
el azar no podía ser tan calculador, justo esa noche y a unas horas del
cambio de posición, si una piedra tirada al rió no afecta su cauce
inmediatamente, sino a largo plazo, lo que le pasaba no podía ser cierto.
Si
estaba muerto la única salida para la vida era volver a nacer.
Simón
no perdió un instante mas en razonar lo que había pasado, lo que era
cierto y lo que no. Se levanto y corrió al patio, busco en el deposito una
pala y comenzó a cavar desaforadamente justo en la dirección este. Su idea
era enterrarse al igual que lo hacían los Incas con sus muertos. Si media más
o menos un metro ochenta, en posición fetal ocuparía unos noventa centímetros,
quizás un metro. Ensimismado
en su objetivo a diez centímetros del final, el sol le pegaba en los
hombros, la claridad del día lo sorprendió exhausto. No lo podía creer,
sentía el canto de los pájaros, el grito del repartidor de diarios que
todos los días a la misma hora pasaba, el despertador de la radio que a las
siete se encendía con las noticias. Simón estaba sintiendo la vida, no podía
comprender que estaba pasando, y ni se atrevía a pensar que le había
pasado. No cabían dudas, estaba vivo, su vecina le acababa de tirar la
bronca a gritos por las cagadas
en su jardín de su perro, y esos gritos si que eran un indicio de lo vivo
que estaba.
Simón
había sobrevivido un día más en un universo que tiende al caos
y su caos interno le había develado que lo real y lo irreal no tiene
límite en su cabeza, que su mundo es una imprevisible
totalidad. Que la vida y la muerte pueden ser la misma cosa, tan
solo depende de como la “VIVA”.
Fin.
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