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2.
CONFORTMISMO
Antes de la Era Newronal, cuando afuera y adentro eran
términos independientes no fusionables que se median temporal y no
espacialmente, el ser humano promedio se movía por el mundo de
acuerdo a una serie de “mitos” preestablecidos que apelaban a su
infantil manera de interrelacionar un conjunto de observaciones (en
esa época tal actividad se denominaba “pensar”) que rara vez
superaba la estructura mental de un niño de 12 años. Uno de los
canales más efectivos para la “perpetuación” de dichos mitos en
beneficio de la economía mundial era algo tan inasible, inmaterial y
poderoso como el viento que arranca árboles de cuajo y vuela
sombreros a desprevenidos peatones en cualquier rincón del globo: la
publicidad. Sus afantasmados orígenes se remontan al año 325 A.C. y
se sitúan en el pleno esplendor de la Antigua Roma y en la
cenicienta Pompeya. Fue allí donde los arqueólogos (gente del pasado
que estudiaba el pasado) encontraron
numerosas muestras de esta técnica de control que el
tiempo perfeccionaría hiperboreamente hasta un grado neurológico tal
que ya no se distinguiría entre pensamiento “propio” y pensamiento
“inducido”. Todo comenzó (de acuerdo a aquellos hallazgos) con un
anuncio desenterrado en Roma que informaba sobre un terreno puesto a
la venta y otro (acaso el más significativo) encontrado en una pared
de Pompeya que anunciaba, simplemente, una taberna situada en otra
ciudad. El “anzuelo”, como todos podrán intuir, era perfecto: no hay
nada más bello, deseable e imaginativamente estimulante que aquellos
lugares en los que no estamos. Y esto por la sencilla razón que en
esos “otros” lugares, “otros” seremos nosotros. La publicidad del
intraducible siglo XX y la primera mitad del XXI, ejerció este
control a niveles tan peligrosos que en más de una Cyclopedia se
habla del hombre “confortmista” o “asno umbelífero”
que aún en su muerte persistía en la búsqueda de lo ilusoriamente
pensado (por otros, claro) como “ideal y perfecto”. Entre las
técnicas de persuasión de la época se destacaban los anuncios
televisivos y radiofónicos emitidos en frecuencias hoy no permitidas
que oscilaban entre los 30 y 40 millones de Hz-Dv (dependiendo del
contenido de la imagen) que operaban a nivel neurofisiológico
adaptándose y auto-regenerándose como un virus bio-digital en las
células de la neuroglia (células de soporte), los vasos sanguíneos y
los órganos secretores, donde reside el centro de control del
movimiento, del sueño, del hambre, de la sed y de casi todas las
actividades vitales necesarias para la supervivencia; también se
utilizaban las tintas perfumadas que aparecían en medios gráficos
(revistas, diarios, libros, etc) que estimulaban el sistema nervioso
y en un nivel más básico, la promoción de productos anunciados por
personajes famosos (actores o rocks stars) o comunicaciones
dirigidas a los padres para que proporcionen a sus hijos una “vida
mejor” y les aseguren un mejor “futuro”. Todo esto, claro,
sustentado en el más infalible de los recursos para la perpetuación
del poder: el miedo. El miedo a la pobreza, a la enfermedad, a la
pérdida del rango social o a sufrir una desgracia lograba a veces
que las personas adquirieran productos concretos, ya sea un seguro
de vida, un coche más grande, una mujer más joven, un hombre más
solvente en lo económico, cosméticos o compuestos vitamínicos,
telefonitos donde
escribían mensajes (!) o viajes de “aventura” sumamente planificados;
todo temporal y con fecha de vencimiento. He aquí un poema de la
época encontrado en ese fabuloso bosque-digital petrificado que se
llamó alguna vez “Internet” que da un panorama sumamente fotográfico
del placer y el miedo acumulativo que padecía la clase media (la
franja consumidora por excelencia y la más “traumatizada” por los
publicitas que conocían sus debilidades porque fueron ellos quienes
se las inocularon). El poema lleva por título El
Confortmista y se supone que es este texto el que originó lo que
hoy todos conocemos como Confortmismo pequeño burgués-onanista
de principios del siglo XXI, cuando la gente se pajeaba con
la vida en vez de garcharsela con todo el amor del mundo.
(Aclaración: luego de la desaparición del “autor”, todo lo “citado”
es del “citador”. O sea: nada es de nadie):
EL CONFORTMISTA
Las luces están encendidas
pero no hay nadie en casa
la alarma
está activada
la
calefacción prendida
el
contestador repleto
el celular
dejado
el msn
abierto
la mesa
levantada
la cocina y
el baño limpios
los platos
relucen
los vasos
brillan
las tazas
están apiladas
hay un vino
sin abrir
hay café &
whisky
chocolate &
porro
internet &
cable
hay un par de
VHS
un libro que
vale la pena
dos cuadros
de pintores de segunda línea
tres boletas
en la heladera
una manzana
verde podrida
la cabeza de
un cerdo rapiñada
el lavarropas
automático oculto
la bicicleta
fija plegada
todo está en
su lugar
el barrio es
iluminado
los vecinos
son tranquilos
el gato
duerme adentro
el perro
ladra afuera
las
habitaciones huelen bien
todas las
camas están hechas
la almohada
con la que hacen el amor
los masturbadores: limpia.
Los “confortmistas”
o “asnos umbelíferos” de aquellas lejanas épocas funcionaban
de acuerdo a un “mito” cuya raíz sexual aún sigue floreciendo por
estos tiempos (sin agentes contaminantes, claro): el mito de las
sirenas y su canto. Hojeando nuestra Cycolpedia podemos ver en un
cuadro de un tal León Belly oriundo de un improbable lugar llamado “France”,
a un grupo de sirenas asomándose en la superficie del agua y
sentadas en una roca, peinándose su largo y rubio cabello con una
mano y un espejo en la otra, enamorando a los hombres con su canto
para luego arrastrarlos al fondo del mar y transformarlos en sus
amantes para robarles hasta las últimas gotas de su esencia. Claro
que, debido a la distancia temporal, también podría ser una
publicidad de shampoo de la ya mencionada era “confortmista”.
Sea como sea, a los hombres se los ve radiantes y plenos de
$atisfuckción, teniendo en cuenta que van morir. ¿O acaso será por
eso?
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