CURITA
07 / DIC 16. 04
LA
CUECA DEL MUERTO.
“...
Todos estamos muertos y esta
no es la vida..no escuchás cómo te lloran y te llaman arriba de tu
cabeza...” Así terminó la historia que mi tío Rigoberto, el
colgado, me contó
mientras volvíamos en su camioneta desde Pinamar apenas iniciado el
verano pasado. Habíamos estado trabajando duro durante tres meses
en la mansión de un
sindicalista (lijar y pintar,
lijar y pintar,
lijar y pintar) y todos (mis tres tíos, mis cuatro primos y
yo) estábamos contentos porque al fin
regresamos a casa
y lo más importante... lo hacíamos con los bolsillos llenos
para pasar unas felices
fiestas... En lo que a mí respecta era una situación por demás
inusual, puesto que era la primera vez que tenía un pequeño fajo
de los grandes que era sólo
mío y me sentía extraño. Era raro empezar el verano con el tema
económico resuelto... era raro abrir los ojos por la mañana y no
sentir el peso de la palabra DESOCUPADO
desmoronándose sobre mi vida como una marquesina
y aplastándome por el resto del día... en fin... la
historia que me contó mientras regresabamos es una de las historias
más bellas que he oído jamás y ocurrió en una pequeña población
del sur de Chile, en Pucón, a 30 km del volcán Villarica. En 1952
mi tío Rigoberto tenía nueve años y un apetito voraz
por el mundo: quería saborearlo todo
y siempre andaba pidiéndole a la gente que viajaba (los conociera o
no) que lo llevaran con ellos fueran donde fueran: “Yo
me hago un bicho bolita y “dentro” en una maleta, Don. Me
alimento como un pajarito y estoy adiestrado en el arte de dormir
parado y con los ojos abiertos” Ese era su speech
en aquél entonces y aquella tarde, mientras volvíamos, mientras
empezaba a contarme la historia del finado
Ulloa, lo repitió tres veces antes de encender un cigarrillo y
hacer uno de los silencios más largos y hermosos que he tenido
oportunidad de presenciar en mi vida... Por supuesto, cuando mi tío
era un niño, nadie hacía caso de sus ocurrencias y siempre lo
andaban echando como a un perrito
demasiado simpático, demasiado molesto... Pero una vez no fue así:
dos norteamericanos salidos de dios
sabe dónde, los hermanos Rufus y John Wright- Wright (deberían
haber oído como pronunciaba mi tío aquél apellido), antropólogos
pagos de la National
Geographic, oyeron al cabro
chico de ojos grandes
exponiendo sus virtudes de viajero y tal vez porque no entendían
bien
el idioma o porque les gustó su desparpajo o porque
simplemente le creyeron, lo cargaron en un viejo chevrolet
junto con las proviciones, las cámaras fotográficas, los mapas...
y se lo llevaron con ellos.
El destino: Pucón, 30 km antes de llegar al volcán
Villarica. La misión: presenciar y hacer la crónica de un funeral cueco.
Según mi tío, “uno de los últimos
funerales cuecos que
se hizo en Chile y en el mundo”.
A mi tío le gustaba hacerse el importante en aquello que sabía. Su
expresión cambiaba, sus ojos se tornaban agudos y brillantes y cada
vez que creía que decía algo genial, lo repetía tres veces y
luego hacía una pausa muy larga. Lo extraño mucho. Como sea... ahí
estaban estos dos yanquis
“indianajones” y mi tío en uno de los últimos funerales cuecos
que se hizo en Chile y en el mundo.
Un funeral cueco es, ante
todo, una fiesta. Una fiesta en torno a un muerto.
Cuando alguien moría, primero se ponía al tanto a toda la población
(en aquél entonces las poblaciones con suerte superaban las
cincuenta personas) y luego todos sabían lo que tenían que hacer:
los hombres conseguían todo el trago
que el dinero y el ganado recolectado les permitiera comprar; las
mujeres cocinaban únicamente los platos que el difunto solía
“elogiar” cuando estaba en
vida y el resto de los habitantes (los jóvenes, los niños y las
mascotas) se dedicaba pura y exclusivamente a hermosear
el lugar del entierro falso
que, a menos que el agasajado fuera un desposeído, se llevaba a
cabo en el patio trasero de su casa. Todo estaba organizado de
manera tal que el muerto no pudiera quejarse
y, por sobre todas las cosas, que meditara acerca de la actitud
tomada. Apenas salía el sol, las vírgenes del pueblo (en funeral
de Ulloa sólo fueron
dos) se encargaban de poner guapo
al difunto de modo que la “fiesta” de la noche lo encontrara en
su mejor forma: lo bañaban con pétalos de rosas rojas hervidas, le
cortaban las uñas, lo afeitaban, lo perfumaban... y todo lo hacían
desnudas y boquiflojas.
Un funeral cueco era ante
todo un intento de persuación y el objetivo era hacer que el muerto
depusiera su actitud y volviera
a la vida y es por esa razón que todo lo que se hacía apelaba a la
memoria del finado y su
amor por los placeres mundanos. Según mi tío, jamás volvío a oír
tan “puercas” y hermosas
invitaciones a la vida como en aquella oportunidad. Parece que
las jovencitas perdían el control de sus actos (bebían pisco purito
mientras lo bañaban) y no era extraño que de aquel “coqueteo”
estrictamente verbal, luego
pasaran
al carnal. En realidad
era lo más común. Durante la tarde, tímidamente alcoholizados y
tristes, los amigos del difunto
se juntaban en todos aquellos lugares él solía frecuentar y lo
llamaban a grito pelao, invitándolo
a darse unos pencazos,
invitándolo a seguir con ellos, invitándolo a que se dejara de
tanta lecera y
volviera... pero rara vez funcionaba. De todos modos, esto recién
empezaba y una vez llegada la noche, y con todos los vecinos bañados,
cambiados y perfumados, la cosa se ponía interesante: el muerto,
radiante y empitucado por
las vírgenes ebrias, era atado a una silla y puesto en la cabecera
de la mesa, donde recibía toda clase de elogíos (falsos, por
cierto) acerca de su intelingencia
y virilidad. Se comía,
se bebía, se hablaba, se bebía, se contaban chistes verdes, se bebía,
se reía y se bebía y se bebía y se bebía... y sólo una persona
estaba al margen de esta cena: la viuda (¿hace falta explicar por
qué?). Según la tradición y según lo que me contó mi tío, la
viuda debía quedarse en su habitación rezando el rosario hasta que
el entierro falso fuera
oficial... pero mi tío, que era un cabro
curioso, me contó que fue a espiarla y que en vez de verla llorando
arrodillada con el rosario entre sus manos, la vio arrodillada, sí...
pero empinándose la petaca
donde el difunto solía embotellar
la felicidad. Lo curioso (mi tío dijo lo
hermoso) era que la viuda Ulloa antes de darse un pencazo,
besaba suavemente el pequeño cuello de la petaca y luego se mandaba
un largo,
larguísimo trago
de pisco... el amor tiene tantas maneras de manifestarse... en
fin... luego de la comilona
y de los vanos intentos para disuadir al muerto
Ulloa, aquella noche las mujeres levantaron la mesa, barrieron las
tierra y dejaron que los amigos del difunto
abrieran la tumba sobre la cual luego se bailaría hasta desfallecer...
para ese punto de la fiesta, estaban todos tan borrachos que las
bromas no dejaban de sucederse y como siempre ocurre cuando se
mezcla tristeza y alcohol, todo empezó a confundirse. Fue entonces
cuando apareció la viuda Ulloa.
Según mi tío, que a esa altura era un niño-borracho-viejo-loco,
jamás en su vida volvió a ver a una viva
tan muerta: hecha una
piltrafa, ebria y con los ojos llenos de lágrimas por ese
que siempre se andaba haciendo el tonto...
avanzó entre la gente tratando de que no se le notará la mona
que traía encima y cuando estaba a un paso de su marido,
se tropezó con la pala con la que habían cavado la tumba y
se cayó de bruces contra la montañita de tierra recién cerrada...
auch! ...Mi tío me dijo que hasta los hermanos Wrigth-Wrigth que
estaban drunk like a skunk,
abrieron los ojos como dos huevos fritos ante tal cuadro y que fue
uno de los momentos más incómodos que le tocó atravesar en su
vida. Todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo y se quedaron
viéndola... ¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué?...Fue entonces cuando
todos oyeron la mayor afirmación de la vida
que se pudiera oír en el universo, el mejor modo de espantar a la
muerte, de asustarla...
la viuda Ulloa puso la
cara más seria que encontró en su repertorio facial
y ante el espasmo de todos, con las manos hundidas
profundamente en la tierra debajo de la cual estaba su marido, llena
de angustía, de dignidad y de amor, lanzó el grito pelao
que dio inició a la fiesta de su
muerto: “¡¡¡¿Dónde
mierda están esos rascacuecas, pó?!!!”
El resto, la fiesta-funeral del Ulloa,
es difuso... Según lo que recordaba mi tío, según lo que me contó
(él también estaba drunk
like a skunk), todos bailaban y zapateaban y daban gritos sobre
la tumba del finado, llámandolo,
invitándolo a
que se reuniera con ellos, a que dejara de hacerse el tonto
y acabara con esa lecera
de estar muerto... las mujeres se revolcaban sensualmente sobre la
tumba y le gritaban obscenidades y derramaban vino sobre la tierra y
lloraban y se reían y los “rascacuecas” aporreaban sus
guitarras con tanta fuerza, que todos esperaban el momento en el que
el muerto depusiera su
actitud y por fin se diganara a levantarse de su tumba para cuequear
con ellos... Pero esto no ocurría jamás, o por lo menos no ocurrío
aquella noche... Para cuando el sol volvió a salir el finado Ulloa
continuó inconmovible y todos dieron por supuesto que, al no haber
cambio de actitud... pués, entonces (y sólo entonces) el muerto
estaba muerto... y por la
tarde lo enterraron como dios
manda... Según mi tío Rigoberto, fue el mejor funeral al que
tuvo oportunidad de asistir... y no sé si serán las fiestas
o mi tristeza crónica o qué, pero lo extraño mucho y un día de
estos voy a agarrar mi guitarra y voy a a ir hasta el cementerio y
me voy a sentar sobre su tumba y en completo estado de ebriedad le
voy a rascar todas las cuecas
que sé... “...Todos
estamos muertos y esta no es la vida...no escuchás cómo te lloran
y te llaman arriba de tu cabeza,Remington... ” Sí... los
escucho. Mierda... Todo el tiempo los escucho llorarme
y pronunciar mi nombre
... y estoy tratando de sacudirme
la tierra que me echaron encima... estoy tratando de
deponer mi actitud... estoy tratando de “subir”
a cuequear con los míos...
estoy en éso, tío... estoy en éso...
estoy en éso...
volver
|