Hola?
Hello?
Hallo?
Is anybody in there?
Espero que sí. Aquí
Remington Kid, la “cosa” que escribe. (¿Alguien me estará leyendo?)
Ja, ja, ja!!! ... En fin...luego de haber atravesado uno de mis
frecuentes estados de silencio aquí estoy nuevamente: “muertito y
sin rabo”, “enfermo y en peligro”... Durante este brevísimo y casi
imperceptible tiempo de ausencia en la historia del universo, he
estado haciéndome algunas preguntas que quiero compartir con Uds.
Desde sus orígenes el hombre se ha interrogado a sí mismo y a lo que
lo rodeaba incluso antes de poseer algún tipo de lenguaje y, gracias
a estos elementales cuestionamientos, a evolucionado desde el
encorvado homo erectus que cazaba a lo largo y a lo ancho de
la aún inexistente Europa hasta el encorvado homo marketalis u
hombre del Changuito que se abastece segundo a segundo a lo
ancho y a lo largo de todos los supermercados del planeta.
Ciertamente la oscuridad mental ha retrocedido notablemente gracias
a las pequeñas respuestas que se han obtenido y que han permitido,
entre otras cosas, saber que un día consta de 24 hs dividas en tres
estadios horarios: 8 para trabajar, 8 para dormir y 8 para...
bueno... nadie sabe muy bien para qué son esas restantes 8 horas
(según el sexólogo y lingüistas finlandés Öllen Dannk, la
tercera fase horaria tendría su antecedente en la elemental división
de actividades del hombre prehistórico. Afirma Dannk que debido a
las proverbiales bajas temperaturas reinantes en los albores de la
historia de la humanidad, las primeras horas del día se destinaban a
procurarse alimento tanto por la visibilidad que se tenía del medio
como por las fuerzas renovadas después de haber dormido como único
antídoto para combatir una larga y desmesurada noche de -30°. Luego
de cada una de estas sangrientas jornadas de “trabajo”, el grupo de
cazadores siempre volvía diezmado en su número de integrantes y
debía reaprovisionarse de “mano de obra” lo más rápido posible. La
fornicación era en aquél entonces una actividad rutinaria que se
realizaba entre la caza y el sueño el mayor número de veces posible
por cuanto la expectativa de vida era de 35 años y todo el grupo
dependía de su “efectividad”. Según Dannk, el hombre del siglo XXI
(en su libro Hacia un día de 16 hs. él lo llama el
hombre de markethal) aún persiste en su miedo a ser
“diezmado” y por tal motivo ocupa sus 8 horas de no-trabajo y
no-sueño en hacer actividades que lo conduzcan a fornicar el mayor
número de veces posible para que no corra riesgo la “tribu”: el
viejo y querido “instinto de supervivencia”. El proceso evolutivo
del hombre -dice Dannk- fue un proceso de mera “tecnologización” de
la especie, puesto que una verdadera evolución hubiera dejado atrás
la ecuación triásica de caza-reproducción-descanso: la caza
explica la necesidad de reproducción y ambas argumentan el descanso.
Un círculo vicioso, según la Cyclopaedia Sopena, es un vicio
de dicción que se comete cuando dos cosas se explican una por otra
recíprocamente, quedando ambas sin explicar. Teniendo en cuenta tal
definición se podría especular que el hombre es un círculo vicioso
progresivo que se explica a sí mismo dentro de grandes paréntesis
que excluyen una explicación mayor que a su vez lo contiene. Durante
más de 2 millones de años -escribe Dannk- las herramientas de
“trabajo” fueron empuñadas (con la piedra se hacían cuchillos,
raspadores, hachas, sierras, hoces, martillos y puntas de armas) y
no fue sino hasta hace unos 200.000 años que se les comenzó a
adaptar mangos de madera. Este gran avance “tecnológico” acaso haya
hecho más astuto al “cazador” prehistórico, pero no más
evolucionado. En tal sentido, y repasando nuestra historia más
reciente, la división del átomo (bomba H) no sería otra cosa que el
complejo sucedáneo de la primera piedra trabajada. El ser humano y
su actual sistema de creencias no es más que una “traducción”
agiornada de aquel “cazador” que se pretende haber dejado atrás
junto con la vieja y elemental condición de percibir el mundo
circundante: el aún inexplorado “afuera” (“salir al mundo”; “la
lucha diaria”; “enfrentar la vida”; “salir a pelearla”; etc, son
expresiones de uso diario que nos hablan más acerca de una
mentalidad que aún concibe el mundo desde la “caverna” que de un ser
que ya la ha dejado atrás). El ser humano no ha evolucionado sino
que, tecnológicamente, se ha sofisticado: ya no frota piedras para
procurarse el “mágico” fuego que le permita enfrentar a la
amenazante otredad; ahora presiona botones. Ya no debe
manipular las piedras para tener un arma más poderosa que sus manos;
hoy debe “afilar” la palabra (el discurso) para obtener algún tipo
de victoria. Pero la mona, aunque se vista de seda, mona queda. En
su libro, Ölle Dannk plantea que el viejo sistema triásico de
caza-reproducción-descanso ha sido “complejizado” por el ingreso
al imaginario colectivo de una de la más extrañas, bella y errónea
concepción de la supervivencia: el amor. Los primeros
antecedentes de esta “mirada” se remontan -según criterios antropo-paleontológicos-
recién hasta hace unos 100.000 años atrás, cuando el homo
neandertelensis comenzó a enterrar a sus muertos en cuclillas y
a cubrirlos con plantas, en evidente acto ritual. Esta primera
noción “emotiva” surge entonces de cierta elemental comprensión de
la temporalidad del “otro” y, por extensión, de “uno”. Y surge,
ciertamente, con el nacimiento de la gran bendición-condena del ser
humano: el lenguaje. En un principio estaba el gesto de mostrar algo
y de este gesto surgió el símbolo. El aviso gestual de “allí hay un
arrollo” requería primero la existencia real de este arrollo, pero
con el tiempo el mero gesto llegó a significar “arrollo”, aunque no
se viera ninguno. Es entonces cuando el gesto-símbolo se convirtió
en palabra: labios, lengua y laringe emitieron un sonido que se
volvió cada vez más articulado hasta que finalmente la lengua
hablada triunfó sobre la gestual puesto que resultó ser más
práctica: las manos quedaban libres para trabajar. Un nuevo cambió
“tecnológico” permitió entonces que el hombre comenzara a señalar el
mundo y a nombrarlo. El homo erectus no habría podido hablar
por la sencilla razón de que no disponía de un aparato fonador
adecuado. La laringe estaba emplazada muy arriba y la lengua se
encontraba en una posición demasiado elevada. En cambio, el homo
neandertalensis pudo hablar gracias a una posición más baja de
la laringe, lo que le permitió desarrollar un aparto fonador más
próximo al nuestro. A partir de ese momento el hombre se convirtió
en un nuevo “modelo” de sí mismo que “tecnológicamente” estaba mejor
adaptado para continuar con el viejo y querido sistema triásico de
caza-reproducción-descanso: en esencia nada había cambiado.
Otro punto importante en esta “tecnologización” de la especie tiene
que ver con la idea del “amor” en estado bruto y es de orden
genital: cuando nuestros antepasados comenzaron a caminar en forma
bípeda, el tracto vaginal sufrió una torsión hacia adelante, lo que
ocasionó el apareamiento “cara a cara” y su consecuente sentido de
la discriminación: ya no sólo era una hembra cualquiera a la que se
penetraba, ahora también era un rostro emitiendo gestos-símbolos al
macho. Un detalle curioso que acaso explicaría la caducidad del
estado de“enamoramiento” se debería a que cuando las masas boscosas
estaban en regresión, nuestros antepasados se vieron en la necesidad
de buscar nuevos lugares donde la vida fuera más hospitalaria y en
estos desplazamientos el macho debía transportar los palos y las
piedras para protegerse de los depredadores y eran las hembras
quienes se ocupaban de llevar en brazos a la prole hasta que
cumpliera cuatros años, puesto que a esa edad los niños ya podían
valerse por sí solos. Aquellas primitivas “mujeres” precisaban
tener (y retener) a su lado a un “cazador” para lograr un efectivo
desarrollo de la descendencia (más cazadores y más hembras para que
den a luz más cazadores y más hembras... nuevamente el círculo
vicioso). De esta manera surge la necesidad vital del
“emparejamiento” con cierto aire de contrato tácito: permanecer
unidos al menos los cuatro años que dura la infancia de la cría.
Ello explicaría, en parte, el “desencanto” amoroso que
experimentamos por estos días al cumplirse un período dado sin
descendencia. “Emparejamiento” que, por cierto, suele darse entre
jóvenes que están en período de reproducción fértil. En algún rincón
de nuestra mente subyace el miedo a romper el círculo vicioso que le
da sentido a una vida absurda que se desarrolla dentro de los
grandes paréntesis donde se autojustifica. En cierto sentido, es el
miedo a lo que en biología entrópica se conoce como el síndrome
del ciempiés: el día que el ciempiés se preguntó cuál de sus
miembros debía mover primero y cuál después, se paralizó y murió. El
hombre sigue siendo un modelo avanzado de la bestia original, sigue
viviendo en cuevas, pero no ya de piedras sino mentales. Más
tecnológico que evolucionado, genéticamente sigue reafirmando el
sistema triásico caza-reproducción-descanso: Trabaja para
obtener dinero y alimentarse (caza), mantiene relaciones sexuales
(se reproduce) y duerme para reponer el gasto de energías que le
demandan las acciones anteriores (descansa). Sin embargo, he aquí
uno de los costados flacos de nuestra naturaleza: la idea del
placer. Como nuestros antepasados ante el inédito fuego caído del
cielo, podemos sentir su poder, su aura “encantadora”, su envolvente
otredad; pero aún no sabemos manipular el placer, aún
seguimos estando a su merced, resguardándonos bajo su calor y
quemándonos ante su proximidad. Es en esta zona inexplorada donde el
hombre complejizó su elemental sistema de vida. Pretende haber
dejado atrás una “bestialidad” que aún lo despierta y lo acompaña en
todas sus acciones (nuevamente la mona vestida de seda). Si echamos
un vistazo al mundo animal (que por cierto aún es nuestro mundo)
veremos cómo la naturaleza tiene tendencia a la repetición. Los
rituales de galanteos y seducción previos a la copulación requieren
grandes inversiones energéticas por parte del macho. En el caso de
los mirlos, por nombrar una especie entre todas las aves, la hembra
puede negarse a copular hasta que el macho le haya construido un
nido o aprovisionado de grandes cantidades de alimentos. Las hembras
obligan a los machos a invertir en sus descendientes antes de la
copulación para que compense el no abandonarla y no se vaya a
copular con otras hembras tras el nacimiento. ¿Suena vagamente
familiar? El ya mencionado Ölle Dannk pronostica en su libro
“Hacia un día de 16 hs.” un futuro que romperá el sistema triásico
que la humanidad ha transitado a lo largo de su repetitiva historia.
Partiendo de la división horaria que rige nuestras vidas (8 horas
para trabajar-cazar, 8 horas para fornicar- reproducirse y 8 horas
para dormir-descansar), Dannk entiende que las futuras generaciones
dividirán su vida entre dos de los tres estadios acostumbrados:
entre los más jóvenes se establecerá la dupla caza-descanso y
reproducción-descanso. Los primeros serán los adultos que
impondrán las reglas y los segundos (los que sobrevivan) limpiarán
sus retretes (sic). Debido a la proliferación de enfermedades
venéreas -afirma Dannk- el primer grupo de jóvenes (los de
caza-descanso) se retirarán tempranamente a un asexuado y
simbólico día de 16 hs. de descanso-descanso y verán
desaparecer la primera y última generación de primate-humanos 100%
sexuales. Para ese entonces Dannk preconiza una reproducción que
sólo tendrá lugar en laboratorios donde la vida transcurrirá sin
sobresaltos y bajo un control total. La tan mencionada “evolución”
del hombre se hará al fin realidad y dará un salto cualitativo que
ya no oirá cantar -como el viejo Ulises- a ninguna sirena y como él,
se salvará. El nuevo ser -escribe Dannk, visiblemente emocionado en
los párrafos finales de su libro- dejará de mirarse el ombligo (no
tendrá) y verá por primera vez la magnificencia celestial de la
música de las estrellas. Ölle Dannk fue internado en el
neurosiquíatrico de Vaasa luego de haber agredido a una parejita de
novios que se besaban en una plaza pública en el 1998. El mes pasado
fue hallado sobre un charco de sangre en su habitación. Se había
amputado su miembro y había comenzado a coserse el ombligo con el
cordón de sus zapatos.
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