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CURITA 47 / OCT 23. 05

Yeah Yeah Yeats!

 

 

En el año 1963 la revista francesa CAHIERS DU CINEMA le efectuó una entrevista al pensador más “arrogante” de todos los batailleanos: Roland Barthes: “...En el plano del discurso -decía- la victoria más justa se convierte en un mal valor del lenguaje, en una arrogancia...” Todos los discursos triunfantes (triunfales o no) al legitimarse, acaban por ejercer esta apropiación de sentido y su consecuente resignificación de “nueva” verdad. Ya en aquel entonces, el mismo Barthes era consciente de padecer “jaquecas” (migraines) y no “dolores de cabeza” al entender que la primera era una palabra “socialmente justa” y  exacta para delimitar el núcleo problemático del hombre-intelectual del siglo XX: su cerebro. -(aquí hay un buen ejemplo de la “arrogancia” de los discursos triunfantes: en nuestro país, las palabras “social” y “justicia” atravesaron todo un siglo de historia política respondiendo a diferentes intereses: el anarquismo, el marxismo, el comunismo, el socialismo, el peronismo, el menemismo, el kirchnenrismo, etc... todos se “arrogaron” estas dos  palabras resignificando lo “social” y la idea de “justicia” a tal punto que hoy una actitud “socialmente justa” puede ser leída como “asistencialista”, “ecuánime” o “reaccionaria”, indistintamente)-. Pero volviendo a la cabeza de Barthes: él consideraba que padecer migraines era un hecho de clase, puesto que no se concibe que un obrero o un comerciante sufra de “jaquecas” y sí, en cambio, es un atributo de la señora burguesa y del hombre de letras: “...La división social -decía- pasa por el cuerpo: mi cuerpo mismo es social...”  Esto es interesante. Nuestro cuerpo (el sexo, la edad, la complexión, la ascendencia genética y económica, la alimentación, los cánones de belleza que imperan en nuestra formación como individuos, el lugar geográfico donde ocurre tal formación, los paraísos y los infiernos colectivos, etc...) es el territorio de nuestra “realización” o, como le gustaba decir a Martin Heidegger, nuestro “ser hacia la muerte”. “Somos” en un lugar limitado (nuestro cuerpo) y somos limitados a ese lugar a través una valorización  (nuestro nombre). Aquello que nos “representa” (nuestro cuerpo y el modo de nombrar=realizar a ese cuerpo) está sujeto a un discurso triunfante determinado. Un “nombre” es un link hacia una otredad que es uno mismo, un compendio de información tácita cuya raíz es más “poética” que “objetiva”, una arrogancia de significados antes que una traducción literal. Si abro la guía telefónica al azar y dejo que mi dedo caiga en un nombre cualquiera, por ejemplo:

 

FADON, ELIDA E G DE.................  Valentini  656 ..............482-3027  

 

Rápidamente intuyo (creo) al empezar a “realizarla” (al escribir su nombre: ELIDA) que es una “señora mayor”, que acaso sea viuda y mi mente corporiza su nombre con la “idea” de un cuerpo femenino avejentado. Continúo. No conozco la calle “Valentini”, sin embargo, la característica de su número telefónico me da una ubicación geográfica y, en consecuencia, una clase social específica. Ahora ya es la “señora de Fadon”. Puedo imaginarme su casa blanca iluminada por el sol de la mañana, su bolsito de cuero marrón para las compras, su monedero, la estampita de un santo, etc... Por supuesto, no tengo la “certeza” de que ELIDA sea como me la represento. Mis presunciones son “arrogancias” de mi discurso, del lenguaje con el cual mi mente traduce y re-presenta el mundo. Sé que ELIDA es una metáfora de mí, de lo que yo creo, de mi entender “poético” y no “objetivo” del otro. Lo curioso de este experimento es que si lo hiciéramos con una persona que “conocemos” el resultado sería el mismo: una metáfora de nosotros, un simple y  obstinado ptolomeísmo al que todavía nos da pavor renunciar: sólo los fantasmas creen en los fantasmas. El camino de la “realización” (el ser hacia la muerte Heideggeriano) es proverbial en fantasmagorías discursivas. Todo este maldito mundo de set de filmación en el que vivimos se mantiene en pie por los puntales discursivos que se levantan en nuestro cerebro. Pensemos, si no, en el discurso económico-exitista triunfante que hoy predomina  “arrogándose” el término “realización” y reduciéndolo a un mero ascenso socio-económico individual. “Realizarse” es hoy un mal valor del lenguaje que afirma la siempremisma vieja idea de “clase”. Se habla de “prestigio” y “reconocimiento” como sinónimo de “realización personal” y ésta debe traducirse en la cantidad de “dinero” hecho (ciudadano común no-artista) o en  la suma de “popularidad” ganada (ciudadano común artista). De modo que, así como la “jaqueca” de Barthes era “socialmente justa”, lo mismo ocurre hoy con la palabra “realización personal”: socialmente es justa, verosímil...  pero no verdadera. O, mejor dicho, su verdad (como toda verdad) está parasitada a una época y su supervivencia es más una decisión estética antes que moral . Por otra parte, no es extraño que el término realización también haya encontrado en el cine su “apropiación” discursiva: hoy se habla de “realizadores” (filmmakers) y de “realizaciones” (films) como sinónimos de “directores” y “películas”.  Deduzco que dicho término (su traslación al argentino) ocurre en la década del ‘90 con las primeras cámaras video-home y las primeras publicaciones españolas especializadas que llegaron a nuestro país junto con las pésimas traducciones de Anagrama que, a pesar de su alcance, no pudieron hacer que “aparcaramos” nuestros “carros” y mucho menos que “liaramos” nuestros “pitillos”. ¿Y por qué razón? Muy simple: el “argentino” no se considera latinoamericano y su modo de leer la realidad tiene los rasgos característicos de la psicología del “nuevo rico”. Es un snob culposo que seguirá yendo al cine para ver la última película de joven “realizador” anglo-coreano William Wó, pero jamás “aparcará” su “carro” porque él no es un venezolano tercermundista: el argentino no “aparca”, “estaciona”.  En relación a esto, hace poco estuvo en la ciudad el “Flaco” Balado (hola Flaco!) y mencionó algo que me dejó pensando: el darwinismo en el lenguaje. No recuerdo por qué lo mencionó y tampoco recuerdo el desarrollo de la idea por la sencilla razón de que no lo hubo. Estábamos en la vereda y nos íbamos en el auto de Uno hacia algún lugar y la conversación rápidamente derivó en otra cosa. Sin embargo, me resultó inquietante tal definición y ahora creo poder unirlo a lo que estoy escribiendo. Todos sabemos o tenemos un vaga idea de lo que el término “darwinismo” significa. Entre los naturalistas del siglo XVIII  y principios del siglo XIX, la transformación gradual de los animales y de las plantas era un argumento que se imponía cada vez con más fuerza a la creencia de la inmutabilidad de las especies, pero no fue hasta 1859 que esta idea que estaba en el “aire” fue materializada (“realizada”) por Charles Darwin en The Origin of Species. Un paso más adelante de las observaciones científicas de Lamarck, Goethe, Erasmus Darwin (su abuelo) y otros “evolucionistas” que suscribían que la morfología de los animales y las plantas era el resultado de cambios imputables tanto a los agentes externos como a las variaciones espontáneas o mutaciones, Darwin supo “leer” en los cambios económicos y sociales que se estaban produciendo en la Inglaterra victoriana, no sólo un argumento que respaldaba su teoría, sino, también, algo mucho más peligroso e hiperbóreo: la animalización del hombre. Fue Thomas Robert Malthus, en su Ensayo sobre el Principio de la Población (1798) quien relacionando estadísticamente las posibilidades de manutención con la indigencia de la población, observó que ésta se multiplicaba en progresión geométrica de modo que el número de individuos que nacían en cada generación excedía las perspectivas de supervivencia y pasaba a librar una “batalla” por la vida entre animales y plantas no sólo de la misma especie, sino de distintas especies. La muerte, entonces, era el castigo para el que “perdía” en esa “batalla” por la supervivencia y, a su vez, ese “castigo” reafirmaba la vida de otro ser. Darwin llamó a este mecanismo “selección natural” queriendo indicar que la Naturaleza tamiza a los mejores individuos de cada generación y éstos, conforme a las leyes de la herencia, transmiten los rasgos favorables a sus sucesores, produciéndose entonces la “supervivencia del mejor adaptado”. Ahora bien: el lenguaje, si bien no es un animal ni una planta, es una “entidad viviente” y como tal también libra esa “batalla” de la que estamos hablando. Sin embargo, su “darwinismo” es estético. En el lenguaje, no sobrevive el término “mejor adaptado” sino el término más “bello”. Y aquí surge una nueva pregunta: ¿ Qué es bello y qué no lo es? Al igual que la noción de Verdad (verdades),  la noción de Belleza (bellezas) también está parasitada a una época y su supervivencia (y aquí no hay dudas) es más una decisión estética antes que moral: Belleza y Verdad son caras de una misma moneda... pero ¿de qué “moneda” estamos hablando? Volvamos una vez más a la cabeza de Barthes y a su “jaqueca”: el lenguaje es un valor social intrínseco (nacemos y comenzamos a “realizarnos” dentro de él) y es extrínseco (nos “definimos” en él al arrogarnos palabras que finalmente responden a discursos de “clase” establecidos). Es muy probable que Barthes haya sufrido “dolores de cabeza” cuando era niño, pero su “choque” cultural con los demás discursos -el mundo es una telaraña discursiva- puso en crisis su noción de Verdad-Belleza e hizo que comenzara a “padecer jaquecas” y dejara de “sufrir dolores de cabeza”. El darwinismo de su discurso triunfante seleccionó entonces el término más “justo” (Verdad) y el más “estético” (Belleza) a su parecer. Y, ciertamente, lo mismo habrá ocurrido con su contrapartida, el “obrero” de los suburbios parisinos que, al “creer” en el lenguaje y su “casta”, sufrió “dolores de cabeza” puesto que el darwinismo de su discurso triunfante seleccionó el término menos frívolo (más verdadero) y menos afeminado (más bello).  Unas líneas más arriba mencioné como un fenómeno lógico que la palabra “realización” haya encontrado en el cine su “apropiación” discursiva. El cine aún sigue siendo el lugar donde la “vida” (gracias a la edición) adquiere un carácter de ideal. La vida “real”, por el contrario, suele ser abrumadora por la impracticabilidad de la misma. Es muy común oír comentarios del tipo: “llevar una vida, vivir un romance, tener una muerte,  “de película”. Si a esta idea le sumamos el término “realización” (curiosamente?, detrás de la palabra realización se oye el eco: “de un sueño”) pues tenemos frente a nosotros el darwinismo del lenguaje en plena acción. Si prestamos atención al discurso triunfante de la clase baja, oiremos que ellos no aspiran a “realizarse” como individuos, sino que quieren “ser alguien”  en la vida. La idea de realizarse -así como padecer jaquecas- les suena presuntuoso (falso=no verdadero) y demasiado refinado (débil=no bello). Y, por supuesto, lo propio ocurre con la clase más traumatizada por el lenguaje: la clase media (baja y alta). Ellos aspiran a ser “alguien” específico (un doctor, un abogado, un maestro, un escritor, etc) en la vida y no simplemente alguien “cualquiera”, y por esa razón su discurso triunfante selecciona el término más estético (ergo más “verdadero”) de “realización per$onal”. La lucha de clases se efectiviza en el lenguaje y nosotros somos el campo de batalla. La “palabra” es a la vez un escudo y un arma que entorpece el acto de comunicación reduciéndolo a un mero choque de discursos triunfantes, donde no siempre gana el argumento (monólogo) más verdadero sino el más convincente. Como en las Justas de Caballeros celebradas en el medioevo, no sólo es importante la fuerza, sino, también, la “vistosidad” de esa fuerza: los escudos, los adornos en los caballos, el yelmo... El “qué” es indivisible del “cómo”: dos Verdades-Bellezas detentando la supremacía, la victoria discursiva. Estoy convencido de que si el ser humano tiene una vocación, ésta es el acceso a la verdad a través de la belleza o viceversa o como brillantemente lo resumió el poeta irlandés W.B Yeats en esa imperecedera moneda literaria que es a la vez singular y plural: “...La belleza es verdad, la verdad es belleza...” A veces creo que en vez de recurrir a psicólogos deberíamos ir a lingüistas. Si uno se lo piensa bien, todos los problemas del Hombre son de tipo discursivo: empezando por el pronombre que tantos “dolores de cabeza” y “jaquecas” le han causado (y le causarán) al ser humano “Yo” y terminando por “Vos”, por “Él”, por “Ella”, por “Nosotros”, por “Ustedes” y por “Ellos”.     

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