En el año 1963 la
revista francesa CAHIERS DU CINEMA le efectuó una entrevista al
pensador más “arrogante” de todos los batailleanos: Roland
Barthes: “...En el plano del discurso -decía- la
victoria más justa se convierte en un mal valor del lenguaje, en una
arrogancia...” Todos los discursos triunfantes (triunfales o no)
al legitimarse, acaban por ejercer esta apropiación de sentido y su
consecuente resignificación de “nueva” verdad. Ya en aquel entonces,
el mismo Barthes era consciente de padecer “jaquecas” (migraines)
y no “dolores de cabeza” al entender que la primera era una palabra
“socialmente justa” y exacta para delimitar el núcleo problemático
del hombre-intelectual del siglo XX: su cerebro. -(aquí hay un buen
ejemplo de la “arrogancia” de los discursos triunfantes: en nuestro
país, las palabras “social” y “justicia” atravesaron todo un siglo
de historia política respondiendo a diferentes intereses: el
anarquismo, el marxismo, el comunismo, el socialismo, el peronismo,
el menemismo, el kirchnenrismo, etc... todos se “arrogaron” estas
dos palabras resignificando lo “social” y la idea de “justicia” a
tal punto que hoy una actitud “socialmente justa” puede ser leída
como “asistencialista”, “ecuánime” o “reaccionaria”,
indistintamente)-. Pero volviendo a la cabeza de Barthes: él
consideraba que padecer migraines era un hecho de clase,
puesto que no se concibe que un obrero o un comerciante sufra de
“jaquecas” y sí, en cambio, es un atributo de la señora burguesa y
del hombre de letras: “...La división social -decía- pasa
por el cuerpo: mi cuerpo mismo es social...” Esto es
interesante. Nuestro cuerpo (el sexo, la edad, la complexión, la
ascendencia genética y económica, la alimentación, los cánones de
belleza que imperan en nuestra formación como individuos, el lugar
geográfico donde ocurre tal formación, los paraísos y los infiernos
colectivos, etc...) es el territorio de nuestra “realización” o,
como le gustaba decir a Martin Heidegger, nuestro “ser hacia
la muerte”. “Somos” en un lugar limitado (nuestro cuerpo) y somos
limitados a ese lugar a través una valorización (nuestro nombre).
Aquello que nos “representa” (nuestro cuerpo y el modo de
nombrar=realizar a ese cuerpo) está sujeto a un discurso triunfante
determinado. Un “nombre” es un link hacia una otredad
que es uno mismo, un compendio de información tácita cuya raíz es
más “poética” que “objetiva”, una arrogancia de significados
antes que una traducción literal. Si abro la guía telefónica al azar
y dejo que mi dedo caiga en un nombre cualquiera, por ejemplo:
FADON, ELIDA E G
DE................. Valentini 656 ..............482-3027
Rápidamente intuyo
(creo) al empezar a “realizarla” (al escribir su nombre: ELIDA) que
es una “señora mayor”, que acaso sea viuda y mi mente corporiza su
nombre con la “idea” de un cuerpo femenino avejentado. Continúo. No
conozco la calle “Valentini”, sin embargo, la característica de su
número telefónico me da una ubicación geográfica y, en consecuencia,
una clase social específica. Ahora ya es la “señora de Fadon”. Puedo
imaginarme su casa blanca iluminada por el sol de la mañana, su
bolsito de cuero marrón para las compras, su monedero, la estampita
de un santo, etc... Por supuesto, no tengo la “certeza” de que ELIDA
sea como me la represento. Mis presunciones son “arrogancias” de mi
discurso, del lenguaje con el cual mi mente traduce y re-presenta el
mundo. Sé que ELIDA es una metáfora de mí, de lo que yo creo, de mi
entender “poético” y no “objetivo” del otro. Lo curioso de este
experimento es que si lo hiciéramos con una persona que “conocemos”
el resultado sería el mismo: una metáfora de nosotros, un simple y
obstinado ptolomeísmo al que todavía nos da pavor renunciar:
sólo los fantasmas creen en los fantasmas. El camino de la
“realización” (el ser hacia la muerte Heideggeriano) es
proverbial en fantasmagorías discursivas. Todo este maldito mundo de
set de filmación en el que vivimos se mantiene en pie por los
puntales discursivos que se levantan en nuestro cerebro. Pensemos,
si no, en el discurso económico-exitista triunfante que hoy
predomina “arrogándose” el término “realización” y reduciéndolo a
un mero ascenso socio-económico individual. “Realizarse” es hoy un
mal valor del lenguaje que afirma la siempremisma vieja idea
de “clase”. Se habla de “prestigio” y “reconocimiento” como sinónimo
de “realización personal” y ésta debe traducirse en la cantidad de
“dinero” hecho (ciudadano común no-artista) o en la suma de
“popularidad” ganada (ciudadano común artista). De modo que,
así como la “jaqueca” de Barthes era “socialmente justa”, lo mismo
ocurre hoy con la palabra “realización personal”: socialmente es
justa, verosímil... pero no verdadera. O, mejor dicho, su
verdad (como toda verdad) está parasitada a una época y su
supervivencia es más una decisión estética antes que moral . Por
otra parte, no es extraño que el término realización también
haya encontrado en el cine su “apropiación” discursiva: hoy se habla
de “realizadores” (filmmakers) y de “realizaciones” (films)
como sinónimos de “directores” y “películas”. Deduzco que dicho
término (su traslación al argentino) ocurre en la década del
‘90 con las primeras cámaras video-home y las primeras
publicaciones españolas especializadas que llegaron a nuestro país
junto con las pésimas traducciones de Anagrama que, a pesar de su
alcance, no pudieron hacer que “aparcaramos” nuestros “carros” y
mucho menos que “liaramos” nuestros “pitillos”. ¿Y por qué razón?
Muy simple: el “argentino” no se considera latinoamericano y su modo
de leer la realidad tiene los rasgos característicos de la
psicología del “nuevo rico”. Es un snob culposo que seguirá
yendo al cine para ver la última película de joven “realizador”
anglo-coreano William Wó, pero jamás “aparcará” su “carro” porque él
no es un venezolano tercermundista: el argentino no “aparca”,
“estaciona”. En relación a esto, hace poco estuvo en la ciudad el “Flaco”
Balado (hola Flaco!) y mencionó algo que me dejó pensando: el
darwinismo en el lenguaje. No recuerdo por qué lo mencionó y
tampoco recuerdo el desarrollo de la idea por la sencilla razón de
que no lo hubo. Estábamos en la vereda y nos íbamos en el auto de
Uno hacia algún lugar y la conversación rápidamente derivó en
otra cosa. Sin embargo, me resultó inquietante tal definición y
ahora creo poder unirlo a lo que estoy escribiendo. Todos sabemos o
tenemos un vaga idea de lo que el término “darwinismo” significa.
Entre los naturalistas del siglo XVIII y principios del siglo XIX,
la transformación gradual de los animales y de las plantas era un
argumento que se imponía cada vez con más fuerza a la creencia de la
inmutabilidad de las especies, pero no fue hasta 1859 que esta idea
que estaba en el “aire” fue materializada (“realizada”) por
Charles Darwin en The Origin of Species. Un paso más
adelante de las observaciones científicas de Lamarck, Goethe,
Erasmus Darwin (su abuelo) y otros “evolucionistas” que suscribían
que la morfología de los animales y las plantas era el resultado de
cambios imputables tanto a los agentes externos como a las
variaciones espontáneas o mutaciones, Darwin supo “leer” en los
cambios económicos y sociales que se estaban produciendo en la
Inglaterra victoriana, no sólo un argumento que respaldaba su
teoría, sino, también, algo mucho más peligroso e hiperbóreo: la
animalización del hombre. Fue Thomas Robert Malthus, en
su Ensayo sobre el Principio de la Población (1798) quien
relacionando estadísticamente las posibilidades de manutención con
la indigencia de la población, observó que ésta se multiplicaba en
progresión geométrica de modo que el número de individuos que nacían
en cada generación excedía las perspectivas de supervivencia y
pasaba a librar una “batalla” por la vida entre animales y plantas
no sólo de la misma especie, sino de distintas especies. La muerte,
entonces, era el castigo para el que “perdía” en esa “batalla” por
la supervivencia y, a su vez, ese “castigo” reafirmaba la vida de
otro ser. Darwin llamó a este mecanismo “selección natural”
queriendo indicar que la Naturaleza tamiza a los mejores individuos
de cada generación y éstos, conforme a las leyes de la herencia,
transmiten los rasgos favorables a sus sucesores, produciéndose
entonces la “supervivencia del mejor adaptado”. Ahora bien: el
lenguaje, si bien no es un animal ni una planta, es una “entidad
viviente” y como tal también libra esa “batalla” de la que estamos
hablando. Sin embargo, su “darwinismo” es estético. En el lenguaje,
no sobrevive el término “mejor adaptado” sino el término más
“bello”. Y aquí surge una nueva pregunta: ¿ Qué es bello y qué no lo
es? Al igual que la noción de Verdad (verdades), la noción
de Belleza (bellezas) también está parasitada a una época y
su supervivencia (y aquí no hay dudas) es más una decisión estética
antes que moral: Belleza y Verdad son caras de una misma moneda...
pero ¿de qué “moneda” estamos hablando? Volvamos una vez más a la
cabeza de Barthes y a su “jaqueca”: el lenguaje es un valor social
intrínseco (nacemos y comenzamos a “realizarnos” dentro de
él) y es extrínseco (nos “definimos” en él al arrogarnos
palabras que finalmente responden a discursos de “clase”
establecidos). Es muy probable que Barthes haya sufrido “dolores de
cabeza” cuando era niño, pero su “choque” cultural con los demás
discursos -el mundo es una telaraña discursiva- puso en crisis su
noción de Verdad-Belleza e hizo que comenzara a “padecer jaquecas” y
dejara de “sufrir dolores de cabeza”. El darwinismo de su
discurso triunfante seleccionó entonces el término más “justo” (Verdad)
y el más “estético” (Belleza) a su parecer. Y, ciertamente,
lo mismo habrá ocurrido con su contrapartida, el “obrero” de los
suburbios parisinos que, al “creer” en el lenguaje y su “casta”,
sufrió “dolores de cabeza” puesto que el darwinismo de su
discurso triunfante seleccionó el término menos frívolo (más
verdadero) y menos afeminado (más bello). Unas líneas
más arriba mencioné como un fenómeno lógico que la palabra
“realización” haya encontrado en el cine su “apropiación”
discursiva. El cine aún sigue siendo el lugar donde la “vida”
(gracias a la edición) adquiere un carácter de ideal. La vida
“real”, por el contrario, suele ser abrumadora por la
impracticabilidad de la misma. Es muy común oír comentarios del
tipo: “llevar una vida, vivir un romance, tener una muerte, “de
película”. Si a esta idea le sumamos el término “realización”
(curiosamente?, detrás de la palabra realización se oye el eco: “de
un sueño”) pues tenemos frente a nosotros el darwinismo del
lenguaje en plena acción. Si prestamos atención al discurso
triunfante de la clase baja, oiremos que ellos no aspiran a
“realizarse” como individuos, sino que quieren “ser alguien” en la
vida. La idea de realizarse -así como padecer jaquecas- les
suena presuntuoso (falso=no verdadero) y demasiado refinado
(débil=no bello). Y, por supuesto, lo propio ocurre con la
clase más traumatizada por el lenguaje: la clase media (baja y
alta). Ellos aspiran a ser “alguien” específico (un doctor, un
abogado, un maestro, un escritor, etc) en la vida y no simplemente
alguien “cualquiera”, y por esa razón su discurso triunfante
selecciona el término más estético (ergo más “verdadero”) de
“realización per$onal”. La lucha de clases se efectiviza en el
lenguaje y nosotros somos el campo de batalla. La “palabra” es a la
vez un escudo y un arma que entorpece el acto de comunicación
reduciéndolo a un mero choque de discursos triunfantes, donde no
siempre gana el argumento (monólogo) más verdadero sino el
más convincente. Como en las Justas de Caballeros celebradas
en el medioevo, no sólo es importante la fuerza, sino, también, la
“vistosidad” de esa fuerza: los escudos, los adornos en los
caballos, el yelmo... El “qué” es indivisible del “cómo”: dos
Verdades-Bellezas detentando la supremacía, la victoria discursiva.
Estoy convencido de que si el ser humano tiene una vocación, ésta es
el acceso a la verdad a través de la belleza o
viceversa o como brillantemente lo resumió el poeta irlandés W.B
Yeats en esa imperecedera moneda literaria que es a la vez
singular y plural: “...La belleza es verdad, la verdad es belleza...”
A veces creo que en vez de recurrir a psicólogos deberíamos ir a
lingüistas. Si uno se lo piensa bien, todos los problemas del Hombre
son de tipo discursivo: empezando por el pronombre que tantos
“dolores de cabeza” y “jaquecas” le han causado (y le causarán) al
ser humano “Yo” y terminando por “Vos”, por “Él”,
por “Ella”, por “Nosotros”, por “Ustedes” y por
“Ellos”.
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