En
la Gran República de Jajarandá vivió una vez un hombre muy pequeño
y muy serio llamado Mínnimo
Pocco. Su vida (la expresión es por demás piadosa) podría
resumirse de un modo tan, pero tan breve, que alcanzaría una
palabra para abarcarla. Nadie nunca espero nada de él y él nunca
esperó nada de nadie. Desde pequeño fue vigorosamente instruido
por su madre, quien veía en el mundo (el mundo era eso que estaba
al otro lado de la puerta) una soterrada amenaza siempre a punto de
estallar: “¡cuidado al bajar las escaleras!”
“¡Mirá a todos
lados antes de cruzar la calle!” “¡No
hables con extraños!”...Y así creció. Mínnimo
Pocco siempre tuvo cuidado al bajar las escaleras, siempre miró
a ambos lados de la calle antes de cruzarla y nunca-nunca-nunca habló
con extraños. Los años pasaron y fue al colegio, se enamoró,
conoció el cine y los pochoclos, pasó de grado, se afeitó por
primera vez, hizo la secundaria, se volvió a enamorar, se emborrachó,
ingresó a la universidad, nuevamente se volvió a enamorar, se
recibió de Archivista Público Nacional y se fue a vivir solo... Y
todo lo hizo en el más absoluto de los silencios. Mínnimo Pocco se sentía cómodo en él. “El silencio es
salud”, se decía mentalmente una y otra vez mientras archivaba
documentos en el 9° subsuelo del Palacio de los Papeles Sellados.
Pero un día el silencio se rompió: una gran risotada lo arrancó
de su profundo sueño e hizo que abriera los ojos como nunca antes
lo había hecho en su vida. La risotada, primero desaforada y
animalezca y luego ahogada y casi asmática
-imaginó que sólo una criatura de lengua muy larga y
dientes muy grandes podría emitir aquel sonido- provenía del
departamento vecino y, si bien no estaba acostumbrado a aquel tipo
de manifestaciones de parte de Unno
Mejjor, su vecino, luego lo atribuyó al maravilloso buen humor
con el que toda la república de Jajarandá amanece día a día. Él
mismo, al tranquilizarse, efectuó una pequeña mueca que cualquiera
podría haber confundido con una sonrisa. Luego se vistió, calentó
un poco de café, alimentó a su pececito rojo y se alistó frente a
la puerta pronto a empezar un nuevo día. Fue allí cuando oyó
nuevamente la gran risotada animalezca. Miró su reloj, frunció el
seño y atravesó rápidamente el pasillo hacia las escaleras. Al
llegar a la vereda del edificio, aflojó sus hombros, entrecerró
los ojos e hizo lo que cada mañana hacía: respirar profundamente y
luego exhalar. Pero también allí oyó las risotadas que lo acompañarían
a lo largo de su último día existencia. Esta vez, sin embargo, las
risotas fueron violentamente nítidas y de no haber tenido los ojos
cerrados, Mínnimo Pocco
hubiera jurado que el portero de su edificio, Alggo
Basstante y su ayudante y amigo, Appenas
Suficciente, habían lanzado su carcajada a escasos centímetros
de sus oídos, puesto que al abrirlos, los tenía delante de él,
hablando entre sí, pero sin sacarle la mirada de encima.
-Es un día más que bueno... ¿no Suficciente?
-Es
lo que tiene que ser. Ni más ni menos, Basstante.
Mínnimo
Pocco no supo que decir (los porteros eran “extraños” y el
no hablaba con “extraños”), señaló su reloj y se marchó rápidamente
sabiendo que al dar su tercer paso oiría lo que no quería oír. El
tránsito era regular. Los semáforos funcionaban sin
inconvenientes. Las madres llevaban a sus hijos a la escuela. Los
ancianos sacaban a pasear a sus perritos falderos. Los trenes
llegaban a horario y a dos km de allí los aviones despegaban y
aterrizaban sin problemas. Mínnimo
Pocco se contentó al pensar en estas cosas y se sintió mucho
mejor al pensar que en treinta minutos él estaría en el 9°
subsuelo del Palacio de los Papeles Sellados, archivando; pero al
dar vuelta la esquina, una oleada de risas llegó hasta sus oídos.
Todas las personas que esperaban a sus colectivos a lo largo de una
cuadra, reían. Lo miraban a él y reían. En un principio, Mínnimo
también esbozó su rígida mueca a modo de sonrisa, pero ésto
exaltó aún más el buen humor de las personas que esperaban
colectivos. Disimuladamente, tratando de no llamar la atención, bajó
la vista e inspeccionó su traje tratando de encontrar alguna mancha
o algo en su vestimenta que estuviera fuera de lugar. Pero todo
estaba en su lugar y una nueva oleada de risas llegó hasta sus oídos.
Al levantar la vista vio el cartelito que señalizaba su parada y
calculó mentalmente unos diez pasos para lograr su lugar en la cola
y ser uno más de los que reían y esperaban autobuses. Pero al dar
un paso las risas nuevamente estallaron y ya no sólo lo miraban,
sino que algunos incluso comenzaron a darse pequeños codazos y a señalarlo
sin ocultar su creciente carcajada. Incluso una joven se arrodilló
pedagógicamente junto a su hijito y entre risas, tentada y
lentamente, le explicó “algo” que Mínnimo
Pocco no podía entender. Dio un nuevo paso y la gente volvió a
reír. Dio otro y los automóviles que pasaban por allí se
detuvieron y sus conductores sacaron sus cabezas por la ventanilla y
abriendo sus bocas como hipopótamos se sumaron al gran espectáculo
que se estaba representando aquella mañana. Mínnimo
Pocco ya no quiso dar un paso más (sentía que las risas se metían
en sus oídos como moscas) y decidió sentarse y esperar a que todos
se marcharan hacia sus actividades. Pero nadie se iba, al contrario,
cada vez era más y más la gente que se acercaba a reírse
alrededor de aquel hombrecito que había adoptado una posición
budista y que no atinaba a hacer nada. El tránsito se detuvo. La
gente dejó de avanzar y
durante unos instantes pudo oírse el ruido de todos los semáforos
de la ciudad. Podría decirse que hasta los aviones dejaron de
despegar y de aterrizar hasta que “algo” volviera a ocurrir.
Todo el mundo lo espera. Y ocurrió. Mínnimo
Pocco, sentado como un monje budista, totalmente aterrado por lo
iba a desencadenar, pestañó. Las carcajadas bajaron de los
balcones de toda la ciudad, salieron de los automóviles,
recorrieron todas las avenidas y como una plaga de ruidosas moscas
negras se metieron en sus oídos. Mínnimo Pocco,
humillado, supuso que lo peor que podía pasar había pasado y que
ahora todos, al fin, se irían a hacer lo que tenían que hacer.
Pero esto no fue así. Nadie abandonó su lugar. Lo vigilaban
dulcemente, se diría que hasta con ternura; todos esperaban que lo
volviera a hacer y trataban de aplacar la risa, de desembriagarse
entre ellos y lograr el más profundo de los silencios para poder oír
los acorralados latidos de aquel ínfimo corazón y no perderse ni
el más mínimo detalle del último gran chiste de aquella nueva y
hermosa mañana en la Gran República de Jajarandá.
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