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CURITA 45 / OCT 03. 05

Breve Historia de Mínnimo

Pocco o el Pueblo de los

Reidores

 

 

 

En la Gran República de Jajarandá vivió una vez un hombre muy pequeño y muy serio llamado Mínnimo Pocco. Su vida (la expresión es por demás piadosa) podría resumirse de un modo tan, pero tan breve, que alcanzaría una palabra para abarcarla. Nadie nunca espero nada de él y él nunca esperó nada de nadie. Desde pequeño fue vigorosamente instruido por su madre, quien veía en el mundo (el mundo era eso que estaba al otro lado de la puerta) una soterrada amenaza siempre a punto de estallar: “¡cuidado al bajar las escaleras!  ¡Mirá a todos lados antes de cruzar la calle!” “¡No hables con extraños!”...Y así creció. Mínnimo Pocco siempre tuvo cuidado al bajar las escaleras, siempre miró a ambos lados de la calle antes de cruzarla y nunca-nunca-nunca habló con extraños. Los años pasaron y fue al colegio, se enamoró, conoció el cine y los pochoclos, pasó de grado, se afeitó por primera vez, hizo la secundaria, se volvió a enamorar, se emborrachó, ingresó a la universidad, nuevamente se volvió a enamorar, se recibió de Archivista Público Nacional y se fue a vivir solo... Y todo lo hizo en el más absoluto de los silencios. Mínnimo Pocco se sentía cómodo en él. “El silencio es salud”, se decía mentalmente una y otra vez mientras archivaba documentos en el 9° subsuelo del Palacio de los Papeles Sellados. Pero un día el silencio se rompió: una gran risotada lo arrancó de su profundo sueño e hizo que abriera los ojos como nunca antes lo había hecho en su vida. La risotada, primero desaforada y animalezca y luego ahogada y casi asmática  -imaginó que sólo una criatura de lengua muy larga y dientes muy grandes podría emitir aquel sonido- provenía del departamento vecino y, si bien no estaba acostumbrado a aquel tipo de manifestaciones de parte de Unno Mejjor, su vecino, luego lo atribuyó al maravilloso buen humor con el que toda la república de Jajarandá amanece día a día. Él mismo, al tranquilizarse, efectuó una pequeña mueca que cualquiera podría haber confundido con una sonrisa. Luego se vistió, calentó un poco de café, alimentó a su pececito rojo y se alistó frente a la puerta pronto a empezar un nuevo día. Fue allí cuando oyó nuevamente la gran risotada animalezca. Miró su reloj, frunció el seño y atravesó rápidamente el pasillo hacia las escaleras. Al llegar a la vereda del edificio, aflojó sus hombros, entrecerró los ojos e hizo lo que cada mañana hacía: respirar profundamente y luego exhalar. Pero también allí oyó las risotadas que lo acompañarían a lo largo de su último día existencia. Esta vez, sin embargo, las risotas fueron violentamente nítidas y de no haber tenido los ojos cerrados, Mínnimo Pocco hubiera jurado que el portero de su edificio, Alggo Basstante y su ayudante y amigo, Appenas Suficciente, habían lanzado su carcajada a escasos centímetros de sus oídos, puesto que al abrirlos, los tenía delante de él, hablando entre sí, pero sin sacarle la mirada de encima.

      -Es un día más que bueno... ¿no Suficciente?

      -Es lo que tiene que ser. Ni más ni menos, Basstante.

      Mínnimo Pocco no supo que decir (los porteros eran “extraños” y el no hablaba con “extraños”), señaló su reloj y se marchó rápidamente sabiendo que al dar su tercer paso oiría lo que no quería oír. El tránsito era regular. Los semáforos funcionaban sin inconvenientes. Las madres llevaban a sus hijos a la escuela. Los ancianos sacaban a pasear a sus perritos falderos. Los trenes llegaban a horario y a dos km de allí los aviones despegaban y aterrizaban sin problemas. Mínnimo Pocco se contentó al pensar en estas cosas y se sintió mucho mejor al pensar que en treinta minutos él estaría en el 9° subsuelo del Palacio de los Papeles Sellados, archivando; pero al dar vuelta la esquina, una oleada de risas llegó hasta sus oídos. Todas las personas que esperaban a sus colectivos a lo largo de una cuadra, reían. Lo miraban a él y reían. En un principio, Mínnimo también esbozó su rígida mueca a modo de sonrisa, pero ésto exaltó aún más el buen humor de las personas que esperaban colectivos. Disimuladamente, tratando de no llamar la atención, bajó la vista e inspeccionó su traje tratando de encontrar alguna mancha o algo en su vestimenta que estuviera fuera de lugar. Pero todo estaba en su lugar y una nueva oleada de risas llegó hasta sus oídos. Al levantar la vista vio el cartelito que señalizaba su parada y calculó mentalmente unos diez pasos para lograr su lugar en la cola y ser uno más de los que reían y esperaban autobuses. Pero al dar un paso las risas nuevamente estallaron y ya no sólo lo miraban, sino que algunos incluso comenzaron a darse pequeños codazos y a señalarlo sin ocultar su creciente carcajada. Incluso una joven se arrodilló pedagógicamente junto a su hijito y entre risas, tentada y lentamente, le explicó “algo” que Mínnimo Pocco no podía entender. Dio un nuevo paso y la gente volvió a reír. Dio otro y los automóviles que pasaban por allí se detuvieron y sus conductores sacaron sus cabezas por la ventanilla y abriendo sus bocas como hipopótamos se sumaron al gran espectáculo que se estaba representando aquella mañana. Mínnimo Pocco ya no quiso dar un paso más (sentía que las risas se metían en sus oídos como moscas) y decidió sentarse y esperar a que todos se marcharan hacia sus actividades. Pero nadie se iba, al contrario, cada vez era más y más la gente que se acercaba a reírse alrededor de aquel hombrecito que había adoptado una posición budista y que no atinaba a hacer nada. El tránsito se detuvo. La gente dejó de avanzar  y durante unos instantes pudo oírse el ruido de todos los semáforos de la ciudad. Podría decirse que hasta los aviones dejaron de despegar y de aterrizar hasta que “algo” volviera a ocurrir. Todo el mundo lo espera. Y ocurrió. Mínnimo Pocco, sentado como un monje budista, totalmente aterrado por lo iba a desencadenar, pestañó. Las carcajadas bajaron de los balcones de toda la ciudad, salieron de los automóviles, recorrieron todas las avenidas y como una plaga de ruidosas moscas negras se metieron en sus oídos. Mínnimo Pocco, humillado, supuso que lo peor que podía pasar había pasado y que ahora todos, al fin, se irían a hacer lo que tenían que hacer. Pero esto no fue así. Nadie abandonó su lugar. Lo vigilaban dulcemente, se diría que hasta con ternura; todos esperaban que lo volviera a hacer y trataban de aplacar la risa, de desembriagarse entre ellos y lograr el más profundo de los silencios para poder oír los acorralados latidos de aquel ínfimo corazón y no perderse ni el más mínimo detalle del último gran chiste de aquella nueva y hermosa mañana en la Gran República de Jajarandá.

 

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