En
1932 París ya no era una fiesta. Henry
Miller tenía 41 años y vagaba por las calles buscando algo de
comida y un lugar donde pasar la noche y ...escribir!
Así se construyó esa magnífica catedral de insultos que es
Trópico de Cáncer:
“...Este no es un libro
-escribe Miller al inicio de la novela-
...Es una puteada prolongada, un escupitajo en la cara del Arte, una
patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor,
a la Belleza, a lo que ustedes quieran...” Y sigue así, con
mayor o menor intensidad, durante las trescientas páginas
restantes. Ciertamente, Trópico de Cáncer no es (o no era) un
“libro” tal y cómo lo concibe el imaginario burgués y esto es
por una sencilla razón: Henry Miller no era un “escritor”: era
un hombre que escribía. O
por lo menos eso es lo que fue durante su temporada parisina. En Black
Spring, su segunda novela, recuerda su formación como
hombre-escritor y en un relato iniciático y “literario”
provoca: “ ...Lo que no está
en el medio de la calle es falso, derivado, es decir, literatura...”
Un primer vistazo nos haría pensar que estamos ante una contradicción
o una chanchereada. Es ambas; pero también es una posición de altísima
lucidez. Nunca nada fue lo suficientemente hospitalario con el
“muchacho” que se crió en el distrito 14° de Brooklyn y ,en lo
personal, creo que Miller nunca dejó de ser ese “muchacho” que
consideraba que Napoleón, Lenin o Al Capone no eran nada al lado de
Eddie Carney, el primer pibe que le puso un ojo negro. “...Para
mí el libro es el Hombre y mi parte en ese libro es la página que
soy, el hombre que soy, el hombre confundido, el hombre negligente,
el hombre descuidado, el lujurioso, el obsceno, el quilombero, el
considerado, escrupuloso, embustero, ese hombre diabólicamente
veraz que soy yo...” Pocos amigos, amantes traicioneras,
ambientes sórdidos, pobreza... todo lo que a nosotros nos haría
sentir que nuestra vida está perdida para siempre y que lo único
que queda por hacer es darse el balazo del final (tenía 43 años
cuando se publicó Trópico de Cáncer), a él lo “iluminó” y
lo llevó a autodefinirse en el peor momento de su vida como “el
hombre más feliz sobre la faz de la tierra”. Por supuesto, esta
“felicidad” es la no-felicidad de los huérfanos, su justificación.
No vivimos en un mundo de “ideas” sino en uno de
“argumentos”. Piensen en algo que hayan hecho con placer y que
luego abandonaron. Encontraran argumentos. Piensen en lo que desean
y por qué. Encontrarán argumentos. No piensen en nada y también
los tendrán. No pensamos, argumentamos. En la curita Satanás
de $ 2.00 aventuré una posible historia no oficial acerca del
mito de Lucifer, el mártir; Henry Milller encarna a la perfección
este mito de expulsión y redención satánica: si el mundo es
mentira yo tengo que ser verdad. Y ahí están sus novelas. En lo
personal me gustan los primeros y los últimos libros de los
escritores. Los primeros porque están hechos con entusiasta
ingenuidad, porque no tienen que mantener una coherencia ni un
prestigio, en definitiva, porque no tienen nada que perder y todo
por ganar. Y los últimos libros por la presencia de la muerte que
todo lo ilumina. La honestidad de los extremos. El medio es la
mediocridad, lo temeroso, lo especulativo, lo políticamente
correcto. Un homeless tiene más que ver con un millonario
que con un asalariado con aspiraciones de clase media. Sus
justificaciones son diferentes. En los primeros son absolutas e
incuestionables; en los segundos, parciales y medidas. Henry Miller
perteneció al primer grupo y vislumbró la edad “adulta” como
un nivel al que se sólo se puede acceder cuando nos quitamos del
medio (¿o del miedo?) de nosotros mismos. Para convertirse en un Hombre
hay que atreverse a dejar de serlo. O en palabras de Miller: “...Hoy
me enorgullezco al decir que soy inhumano, que no pertenezco a los
hombres ni a los gobiernos, que no tengo nada que ver con credos ni
principios...” ¿Conocen a alguien así? ...Yo tampoco. Nadie
es tan puramente “punk”. Ni siquiera Miller lo fue por mucho
tiempo. Una cosa es ser un Don Nadie de 43 años que no tiene dónde
caerse muerto y que justifica su existencia escribiendo honestamente
porque de todos modos no le importa a nadie. Y otra es ser un Don
Nadie que de la noche a la mañana es admirado e idolatrado como un
semi-dios. Y ya sabemos que no hay nada más humano que un
semi-dios. Eso son las novelas de miller: un combate cuerpo a cuerpo
mental por la pureza de sus argumentos. Otro amigo de la casa, Emile
M. Ciorán, escribió: “... Los
días no adquieren sabor hasta que uno escapa a la idea de tener un
destino...” Es una frase por demás perturbadora. El sólo
hecho de masticarla mentalmente intranquiliza y avergüenza nuestra
pequeña vidita parcelada.
Podemos sentir su verdad,
pero inmediatamente la negamos. No es extraño: la idea de la
“libertad” está sostenida con argumentos mediocres. Nuestro
cerebro no es ni el de homeless ni el de un multimillonario y
aún creemos que hay algo que ganar y algo que perder. Cosa de niños...
Todos los que “soy” estamos en riesgo. Todos los que “fui” y
los que “seré” son el riesgo. Y yo quiero correr ese riesgo que
soy. Creo que no podría morir en paz si no lo intento. Henry Miller
escribió: “...Pienso que en
el futuro no seré dejado de lado. Entonces mi historia será
importante y la cicatriz que dejaré sobre la superficie de la
tierra tendrá sentido...” Sueño con un mundo de cicatrices,
de marcas que nos de sentido. De otro modo, todo habrá sido en
vano, mediocre.
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