Arriba,
en Inglaterra, en pleno invierno de 1975, Pink
Floyd grababa su disco Wish
you were here y musicalizaba la bella y nunca fuera de moda
opresión existencialista de millones de jóvenes alrededor del
mundo; abajo, en Sudamérica, en Argentina, en un pueblo ubicado en
la provincia de Neuquén llamado San Martín de los Andes, un cálido
4 de enero, nacía yo. Según la información que viene en el disco,
la canción Welcome to the
machine fue grabada en enero de 1975 y, si bien no dice el día
ni la hora en que Waters & amigos se metieron en el estudio de
grabación, me gusta pensar que ambos nacimientos (canción y
Remington) no sólo ocurrieron en el mismo instante sino que además
existe entre ellos algún tipo de correspondencia vedada a nuestros
aún precarios sentidos. El mismo tipo de correspondencia que hace
que vos estés leyendo esta “curita” que yo estoy escribiendo:
una causalidad aún ilegible, un azar planificado donde el llanto de
una adolescente japonesa llamada Okita coincide en tiempo e
intensidad con la ejecución de las Suites para Cello de Bach en un altillo de Amsterdam y con la
extinción de una estrella enana blanca al otro lado de nuestra
galaxia. Pequeños mundos emocionales armados como un puzzle
maravilloso y aún incomprensible a nuestros sentidos que se hacen y
deshacen a cada segundo. Tiene que haber algo más, la vida debe ser
algo más... Pensemos: así como tener ojos no garantiza ver, tener nariz y oídos y papilas gustativas y tacto, no garantiza
escuchar ni percibir los
olores ni las formas ni los gustos de un modo fiel, profundo,
absoluto. Entonces, si el mundo es la construción mental que
hacemos de él a través de nuestros sentidos, la pregunta del millón
es: ¿Qué clase de mundo tenemos en la cabeza si nuestros
decodificadores de la realidad son precarios? ¿Podemos confiar en
las justificaciones y los argumentos nacidos de percepciones
imprecisas y apresuradas? ¿Acaso no se transforma en un riesgo
“pensar” en estas condiciones? La respuesta es sí
y así estamos y así está el mundo: riéndose y llorando ante las
sombras que se mueven en las paredes de la caverna. La vida, como
sostenía Platón, sigue ocurriendo
afuera y nosotros seguimos ocurriendo
adentro. Nosotros somos la caverna. Pero a nadie parece interesarle
mucho la intemperie donde sucede todo aquello que se refleja en
ella. Y es lógico. Siempre será más fácil y más seguro sumarse
a la burocrática existencia pequeño-burguesa y obtener
satisfacciones inmediatas y miedos conocidos que no implican riesgos
de nuestra parte. Si haces A obtendrás B y luego C. Occidente (¿acaso
el mundo entero?) se ha convertido en una gran mami gorda que vive en tu cabeza y que todo el tiempo te dice que
seas un “buen chico” y que hagas lo que ella dice porque de lo
contrario te quedarás solo y sin postre. Y te dice más: serás pobre. Y ser pobre ya no
es una condición social: es una “condena”. En Curitas
anteriores mencioné la manipulación por parte de la Iglesia del
arte medieval y el uso y abuso de la figura de Satanás
y del Infierno para dominar a los pueblos. Sin ir más lejos, aquí,
en América del Sur, fuimos protagonistas de dicha manipulación. La
idea del Diablo que traen los españoles es la de lo “malo”
ligado a lo moral. El Diablo sirve de argumento para “evangelizar
al indio” y todos sabemos lo que significa el término
“evangelizar” en boca de los españoles del siglo XVI.
Ciertamente, unas imágenes del paraíso cristiano no hubieran
conmovido a nadie, pero sí lo hicieron aquellas que detallaban el
imaginario infernal al que todos estaban destinados a ir en caso de
no asimilar la nueva forma de pensamiento. En América no existía
tal tensión moral de lo “malo”; había entidades malignas pero
se les rendía culto a todas y todas eran parte de la vida: no existía
lo puramente “bueno” o lo puramente “malo” y aquel choque
entre la cultura de los conquistadores y la de las poblaciones indígenas
logró que por primera vez se gestara una economía común y la
progresiva confluencia en una historia única: la occidental y la
cristiana, que se impuso y pasó a ser la historia oficial de todos
los hombres de estas latitudes. La invención del Diablo fue crucial
para poder imponer nuevos sistemas de control social y el argumento
del miedo sigue siendo la mejor herramienta para que la mecánica de
Occidente no se detenga. Por supuesto, ya nadie se espanta ni
re-direciona su vida por ver el Infierno del Hyeronimus Bosch, pero si lo hace ante una fotografía que retrata
la pobreza o aún más efectivo: ante un “pobre”. Todas las
grandes ciudades poseen su “infierno” tan temido a 20 minutos en
auto. Una “villa miseria” es funcional a los intereses de
quienes gobiernan en tanto y en cuanto exponen cómo es vivir fuera
de su sistema de creencias: “ellos no hicieron lo que debían hacer -dice la mami gorda en tu
cabeza- y ahora son
“pobres” ¿Querés que te pase lo mismo? Entonces
producí más dinero y gastá, gastá y gastá... No estoy en
contra del “dinero”, pero me genera contradiciones. Todo el
tiempo. Y no es el miedo a perderlo por una sencilla razón: no lo
tengo; es el miedo occidental a no tenerlo el que martilla una y
otra vez en mi cabeza, achatándola y moldeándola de acuerdo a sus
intenciones. Me fastidía que el estado anímico varie de acuerdo a
la cantidad de ceros que tengan tus billetes, me repugna que lo
mejor de nosotros se pierda por correr deseperadamente tras el puto
“ascenso social” que significa hacer más y más plata, me da
asco que la trampa occidental sea perfecta porque apela a nuestra
zona de mayor vulnerabilidad: el deseo. La idea de la libertad y del
libre albedrio son el nuevo viejo canto de las sirenas. Porque la
“libertad” se compra y tiene un precio accesible a todos los
sueldos. Es muy simple: más plata, más libertad... Pero de qué
puta libertad puede hablar alguien que hace algo que no le gusta
para poder gastar en algo que no necesita...
Lo verdaderamente nauseabundo del asunto es que todo te
impulsa a ser un maldito jonkie
del dinero. No hay droga que relaje más que tenerlo. Y ya sabemos
lo que pasa cuando uno está “drogado”: relativiza y, porque no
decirlo en perfecto castellano: se caga en todo y en todos. Y ahí
aparecen Ellos, los dueños
del mundo, los que regulan nuestro modo de existencia, los que hacen
las guerras, los que contaminan el medio ambiente, los que no tienen
entidad, los que jamás podremos identificar. Ellos,
nuestra pesadilla colectiva que hace y deshace a su antojo. En un
momento de nuestra historia Ellos
eran la Iglesia; pero hoy... quién sabe. Tal vez Ellos
seamos nosotros. ¿Alguien cree que a alguien
le importa acabar con la “pobreza” en el mundo? La “pobreza”
es lo que mantiene a este
mundo en movimiento. Es el cuco de los niñitos caprichosos que
somos...¿Cómo mierda debo leer el ingenuo y pequeño-burgués Live
8 donde un rejunte de hedonistas toca un par de sus canciones y
pone cara de compromiso social y luego se va su puta mansión menos
culposo porque un día pensó en los “pobres negritos del África”;
donde un tipo como Bill Gates (de acuerdo con una estadística reciente y, teniendo en
cuenta el dinero que gana por segundo, Bill Gates podría vivir
16.000 vidas de ochenta años cada una) habla de unión y compromiso
y justicia global? ¿Cómo se debe entender eso? ¿Cómo no sentir
que tu cabeza es un montón de cables pelados
haciendo cortocircuito? ¿Cómo no estar seguro de que todo
se fue a la mierda y que todos
seguimos simulando que todo
está bien? Pero al
instante llega la voz de la mami
gorda que vive en tu cabeza: “¿A
quién le importa el mundo si el fin de semana podes chupar una
deliciosa concha o pija adolescente?” -dice. “¿Acaso
no te la mereces? -dice. “Que
se vayan todos a la mierda!”- dice. “Que
se arreglen como puedan”- dice. “Que
se caguen” -dice... Dice y dice y dice y no deja de hablar...
Si se lo piensa bien, nuestra vida de principio de milenio no
difiere mucho de la que llevan los monos desde hace millones de años:
ejercer o padecer el poder,
comer, cagar y coger todas las veces que se pueda... y luego
morir... Según Friedrich
Engels, el artista
describe las relaciones sociales auténticas con el objeto de
destruir las ideas convencionales de esas relaciones, poniendo en
crisis el optimismo del mundo burgués y obligando al público a
dudar de la perennidad del orden establecido. Una de mis películas
favoritas, El Sueño del Mono
Loco, hizo todo eso. Pocas películas me conmocionaron tanto
como ésta de Fernando Trueba.
El argumento es muy simple: un excéntrico cineasta inglés que
apenas supera los veinte años de edad (Dexter Fletcher) es
contratado por un importante Estudio Cinematográfico Francés para
realizar una película llamada “El Sueño del Mono Loco” en un
plazo determinado y le asignan un guionista (Jeff Goldblum) que en
un principio no puede entender al acotadísimo y abstruso argumento
del film que le cuenta el joven director inglés: “...De
esto se trata la película -le dice- ...Hay
un árbol y en ese árbol viven los monos cuerdos que
nunca-nunca-nunca han pisado la tierra. Todos son iguales. Todos
tienen la misma sosegada expresión de abandono y estupidez. Todos
son felices...absurdamente... ¿Y sabés por qué..? Porque mientras
haya ramas donde trepar y bananas que comer ellos nunca tendrán que
bajar del árbol para procurarse su alimento... Y ese árbol es tan
infrecuente, tan descomunal que ni siquiera los monos más viejos
recuerdan que nacen, se aparean y mueren entre las ramas de un árbol.
Pero cada tanto, uno de los monos cuerdos (casi siempre son los más
jóvenes, los más retraídos, los menos bélicos) sueña. Y en su
sueño baja del árbol y empieza a caminar. Sólo camina. Eso es
todo lo que hace en su sueño. Al despertar, cuando abre los ojos y
recuerda lo que vio mientras dormía, comienza a gritar y a golpear
su cabeza contra el tronco del árbol hasta quedar inconsciente y
caer. El mono cuerdo se transforma entonces en un mono loco.
Curiosamente, ninguno de sus compañeros muestra señales de
perturbación e incluso se diría que aquél acto les confiere un
extraño sentimiento de hermandad, puesto que de inmediato comienzan
a pelar bananas y a alimentarse entre ellos hasta que transcurre un
día y otro y otro. Luego de una semana todos han olvidado al mono
loco... ¿Que cómo termina esta historia? Muy simple: los monos
cuerdos se quedan en el árbol comiendo bananas y el mono loco se
hace cazador...” Supongo que El Sueño del Mono Loco pertence a la etapa cocainómana de Fernando
Trueba y que por esa razón, la película por momentos peca de
ambiciosa y excesiva; pero incluso eso me gusta. Estoy cansado del
arte ejercido por cagones. Estoy cansado del arte como
entretenimiento para personas aburridas y come bananas. Estoy
cansado de la $atisfuckción de los monos cuerdos. ¿No será hora
de caerse del árbol? ¿No será hora de convertirnos en cazadores?
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