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CURITA
32 / JUN 20. 05
LA
TUÉ - TUÉ.
Luego
de haber estado una semana en estado horizontal a causa de una gripe
que llegó a los 39° (tal vez más) tuve, como decirlo... pequeños
accesos de “claridad” no del todo legibles. Algo bastante común,
por cierto. Todos hemos experimentado alguna vez esa irrupción de
la otredad que, sumada a
los antibióticos y a nuestro debilitamiento físico y mental, nos
convierten en receptores pasivos de información que en un 80% es
“chatarra”. Uno se encuentra solo, a merced de la fiebre y se
siente como si fuera 18 televisores encendidos a la vez. La lógica,
se sabe, es un conjunto de métodos filosóficos usados para razonar
ordenada y eficazmente, pero a la hora de la fiebre, el gran
edificio se derrumba como un castillo de arena: todo es posible,
todo encaja. Incluso lo
incomprensible: la muerte. Durante mis pequeños subdelirios me
obsesioné con mi padre y llegué a la conclusión de que su muerte
tuvo más que ver con la consagración de una historia de amor que
con la presión arterial. Siempre supe la mitad de la historia, como
fechas y datos de calendario: tenía 12 o 13 años cuando se fue de
su casa, durante algunos años llevó una vida errante (según tengo
entendido vivió con los gitanos durante dos años), fue
contrabandista de alcohol y tabaco, arquero del Palestina, vendedor
de alfombras, trabajador de zafra en la Argentina y tuvo algún que
otro negocio en Brasil. Luego volvió, se casó con mi madre y
juntos se fueron a vivir a San Martín de los Andes, Neuquén, donde
todo empezó. Pero no es de eso de lo quiero hablar. Quiero hablar
de cuando mi padre tenía 17 y conoció a la “pájara” Villegas.
La pájara Villegas, la
Tué Tué, era la única hija de Trinni Villegas, una vieja bruja
venida de Chiloe que se
había cansado de la magia negra y de un marido borrachín
aficionado a las niñitas escolares. Mi padre conoció a las
Villegas en la Estación de Trenes de Valdivia. Él estaba esperando
un cargamento que nunca llegó y fue entonces cuando reparó en la
madre y en la hija que bajaban del tren de las 14.00 hs. Obviamente
eran chilotas: las ropas
negras, las ojeras, la nariz de gancho, el acento... A los chilenos
no le gustan los que vienen del archipélago de Chiloe porque saben
que el 80% de ellos son brujos. Y aquel día no fue la excepción.
Según tengo entendido, las Villegas tenían un papel en la mano e
intentaban que alguna persona les indicara cómo llegar a una
dirección X. De no haber sido por mi padre aquella tarde hubiera
ocurrido una tragedia, puesto que en el instante mismo en el que
Trinni
Villegas se cansó de tanta malvenida
se acercaba a toda velocidad el tren que venía de Panguipulli. Y no
daba señales de querer frenar. No había que ser un genio para
darse cuenta de que Trinni Villegas, su boleto de tren doblado y
hecho un nudo y el tren de Panguipulli fuera de control eran parte
de lo mismo. Y mi padre no era un genio, pero le molestaba la
injusticia. De modo que se acercó a ellas y muy
amablemente les preguntó si las podía ayudar en algo.
Trinni Villegas sonrió, desató su boleto de tren y todo volvió a
la normalidad. Aquella tarde mi padre las acompañó a la dirección
que ellas estaban buscando y esa misma noche en la casa de la
hermana de Trinni, durante la cena, mi padre y Olguita (así se
llamaba la pájara) se enamoraron sin que mediara hechizo alguno.
Olguita Villegas tenía la facultad de convertirse en “pájaro”
y sabía uno que otro hechizo barato para el amor, pero nunca los
utilizó con mi padre. Según ella ambos estaban destinados y ese
era el máximo de los hechizos al que todos (brujos y no) podían
aspirar.
Durante un mes pasearon por Valdivia ante los murmullos de
las viejas que se hacían la señal de la cruz cuando los veían o
que simplemente los escupían. “Ahí
va la hija de la bruja y el perro que convirtieron en hombre para
hacerse las normales”. Mi padre, por supuesto, se reía muchísimo
de esta situación e incluso llegó a estar una hora “ladrando”
cuando en un café él y Olguita se dieron cuenta de que todos
hablaban de ellos. Ahora que escribo sobre Olguita, creo que yo
también me hubiera enamorado de ella. Tenía 16 años, pálida y
ojerosa por no dormir en las noches, de ojos y pelo negro, noble,
con sentido del humor, orgullosa de ser la hija de una bruja y con
una manera de amar única en éste y en otros mundos. Pero mi padre
quería conocer otros lugares, otras personas y cuando llegó el
momento de irse no sabía cómo decírselo. Ni siquiera hizo falta.
Olguita le regaló una manta tejida por ella, le dijo que no se
emborrachara cerca de los caballos y lo más importante, que ella lo
iba a amar y cuidar siempre, toda la vida y más, como cristiana
y como pájara. Mi padre
no entendió aquellas palabras o mejor dicho no entendió que esas
palabras eran literales y le dijo lo que hubiera dicho cualquier
enamorado de 17 años: que volvería pronto y que todo seguiría
igual. Pero Olguita sabía que las cosas no se íban a dar de esa
manera y que cuando se volvieran a ver él estaría casado y tendría
un hijo. Y así fue. Durante dos años mi padre viajó por todo
Chile con unos gitanos que se ganaban la vida sacándole fotos a los
niños montados en sus caballos enanos, tuvo algunos romances y
supongo que fue su mejor momento, el más luminoso. Fue en esta época
cuando Olguita apareció por primera vez ante mi padre como un “Tué-Tué”
. En una de las tantas fiestas que celebraban los gitanos, mi padre
estaba sentado
en un banquito frente al fuego y detrás de él se encontraba
uno de los caballos enanos. Todos reían y bebían y bailaban hasta
que alguien escuchó el particular canto de un Tué-Tué proveniente
de uno de los remolques. Mi padre, ebrio, se
levantó para ir a ver al pájaro y en ese preciso instante
el caballo enano lanzó una de las patadas más salvajes que uno de
estos bichos diera en su historia. Si mi padre no se hubiera puesto
de pie la patada hubiera sido fulminante. Desde ese día, mi padre
fue aún más libre. Otra fue durante la ley seca chilena, cuando
traficaba alcohol y tabaco desde Puerto Mont a Villa Langostura.
Luego de haber hecho la entrega y cobrado, decidió que no quería
esperar hasta el día siguiente para emprender el regreso y se lanzó
a la ruta confiando en su buena estrella. Era una de esas noches de
verano donde los desperdicios de vidrio del desierto eran golpeados
por los rayos lunares produciendo la ilusión de un sembradío de
perlas. La brisa era fresca. Todo el maldito mundo era fresco.
Habrán sido tres horas, cuatro de caminata hasta que pasó el
primer auto que no reparó en él. Fue el quinto, un viejo Ford
negro 350-de luxe, quien se detuvo para llevarlo. Apenas subió
comprendió que aquello era una emboscada porque de inmediato
reconoció a los dos tipos que ocupaban el auto. Eran Moreno y
Morette. Dos argentinos que trabajaban en el depósito y con los
cuales había tomado una botella de pisco aquella noche. Pero ahora
le apuntaban. Y mi padre no decía nada. Fue entonces cuando la Tué-Tué
se posó sobre el capot del auto, extendió sus alas brillantes
frente al parabrisas y se anunció: “... Tué-Tué!!!”
“... Tué-Tué!!!”.
Los dos argentinos conocían la fama de estas brujas capaces de
convertirse en pájaro;
también sabían que pueden doblegar la voluntad de los hombres con
sólo mirarlos. Pero siempre sería tarde para ellos. Embrujados, le
dieron los revólveres a mi padre y sincronizadamente salieron del
auto como dos autómatas de película clase B. Luego, Moreno se subió
a caballito de Morette y emprendieron el regreso. Según se sabe,
llegaron a Villa Langostura poco después del mediodía y fue
entonces, frente la plaza central y frente a cientos de personas que
“despertaron” y recordaron todo. En cuanto a mi padre, aquella
noche tomó el auto de los argentinos y condujo tranquilamente hasta
que amaneció. Luego estacionó a un lado del camino y continuó a
pie. Nuevamente su “hada” oscura lo había salvado. Después de
este episodio, la vida de mi padre parece perderse entre dos paréntesis
infranqueables. Hay gente que lo ve subirse a un buque mercante;
otros que dan por seguro que viajó a la Argentina y “vivió” a
una señora de la aristocracia; algunos (los pocos) que se mantuvo
escondido por razones políticas; y algunos otros (los muchos) que
simplemente había sido “retenido” por la bruja Villegas y su
hija Olguita. Lo cierto es que nadie puede asegurar dónde estuvo y
qué hizo durante todo 1969 y la primera mitad de los 70°. Aquí la
historia se corta como una cinta de video y rápidamente aparece una
fotografía de casamiento con mi madre. Después, la historia
transcurre tranquilamente en San Martín de los Andes. Es de ésta
época que tengo un vago recuerdo de conversaciones acerca de la
“pájara”, de la Tué-Tué. Conversaciones entre mi madre y mi
abuela diciéndo: “Mañana
llega Mario... Anoche pasó la “pájara...” Siempre ocurría
cuando mi padre salía de viaje y una noche antes de que llegara
aparecía la Tué-Tué, chillando alrededor de la casa. Nunca utilizó
sus poderes contra mi madre o alguno de mis hermanos. En cierto
sentido, nosotros también estábamos “protegidos” por ella. Según
tengo entendido pasó dos o tres veces más. Yo nunca la escuché.
Hasta ayer. La fiebre hizo que oyera su canto. Que lo entendiera. La
Tué-Tué debía emprender su viaje y tal y cómo estaba escrito debía
hacerlo con mi padre. Sólo ahora puedo imaginarla sobrevolando la
Cordillera de los Andes, feliz, mientras nosotros llorábamos
aquella tarde de finales del 1981. Espero que estén donde estén y
tengan la forma que tengan ambos se encuentren bien. Juntos. En paz.
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