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CURITA
23 / ABRIL 17. 05
ÉRASE
UNA VEZ EN MI VIDA.
Pueden
ustedes llamarme Remington Kid. Hace algunos años -no
importa cuántos exactamente- con poco o ningún dinero en mi
billetera y nada de particular que me interesara en la tierra, pensé
en irme a vivir dentro de mi
y ver la parte olvidada del mundo. Es mi manera de disipar la
melancolía y regular la circulación. Cada vez que la boca se me
tuerce en una mueca amarga; cada vez que en mi alma se posa un
noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me sorprendo deteniéndome,
a pesar de mí mismo, frente a las empresas de pompas fúnebres o
sumándome al cortejo de un entierro cualquiera y, sobre todo, cada
vez que me siento a tal punto dominado por la hipocondría que debo
acudir a un robusto principio moral para no salir deliberadamente a
la calle y desordenar metódicamente los prolijos peinados de la
gente, entonces comprendo que ha llegado la hora de irme a vivir
dentro de mí lo antes posible. Esos viajes son el sucedáneo de la
pistola y la bala. En un arrogante gesto filosófico, Catón se
arroja sobre su espada; yo, tranquilamente, cierro los ojos y dejo
de escuchar los sonidos del mundo. A veces funciona. A veces no.
Como todo viaje, es inédito. Uno nunca es el mismo. Pero... ¿qué
es irse a vivir dentro uno? La primera respuesta que se nos viene a
la mente es negación: niego el mundo para hacerlo (paradójicamente)
habitable. Sin embargo, no deja de ser una “fantasía” y como
toda fantasía su desenlace es siempre triste. Me gusta pensar que
ese “irse a vivir dentro de uno” es como entrar a boxes. La
carrera continúa, pero uno necesita chequearse. Necesita saber en
que condiciones está y todo eso. Yo estoy en boxes y el análisis
de los daños se resume en unas cuantas palabras: no estoy llevando
la vida que quisiera llevar. Una frase: “La vida es un hospital
donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama...”
(Charles Baudelaire). Ciertamente es una concepción
pesimista de la existencia, una condena (todos estamos enfermos)
pero a la vez también es una frase atravesada por una esperanza
extraña, ajena incluso a nosotros mismos (estar “poseído” por
el deseo de cambiar...): la vieja ilusión de “si yo fuera
otro”. Toda nuestra vida se resume en ese sentimiento de cambio.
Cambiar de ciudad, de empleo, de pareja, de look, etc... para
entonces sí, sentirse bien. Lo curioso es que aún sabiéndonos
condenados a la insatisfacción, persistimos en el “engaño”
como el burro detrás de la zanahoria. Sabemos que nunca, nadie
alcanzará la zanahoria porque interiormente también sabemos que
alcanzarla es lo peor que nos puede pasar. Pienso en Moby Dick,
en la novela-biblia escrita por Herman Melville en 1851,
pienso en su vastedad y en sus símbolos y en cómo el libro pronto
se transforma en una metáfora perfecta de la constante y eterna
persecución del hombre en busca de su plenitud, de su concordancia
consigo mismo. Ahab, el monstruoso y obsesionado capitán del
Pequod sólo vive para el mañana: en tanto y en cuánto no atrape a
la ballena blanca él estará incompleto, será su pasado. Ahab
está “poseído” por el deseo de ser otro que es él mismo. Ahab
persigue a Ahab y al alcanzarse, al completarse, felizmente muere
(“felizmente muere” y no “muere felizmente”). La ballena
blanca es el sinónimo de la concreción , de la plenitud para Ahab.
Si la hubiera capturado todo habría terminado. Si se le escapaba el
pesar hubiera continuado. Ahab, como nosotros, es un
condenado. Entender esto, en cierta medida, alivia. De ningún modo
cura. Siempre seremos “enfermos poseídos por el deseo de cambiar
de cama”. Este tipo de cosas son las que me planteo cuando decido
“irme a vivir dentro de mi” por una temporada: saber en qué
cama estoy y a qué cama me gustaría cambiarme. Nuestra vida es
esencialmente inconsistente. Don Quijote es más “real” que
Cervantes y que todos nosotros juntos. Y eso es lo que nos
“enferma”. Por eso no está mal jugar el juego de los enfermos y
cada tanto plantearse la propia existencia en términos de ficción,
puesto que ese juego es lo más cercano a la realidad.
“Érase una vez en vida...” así debería comenzar
nuestra historia. Así deberíamos empezar a escribirnos y no
detenernos jamás. Últimamente me encuentro y encuentro a las
personas literariamente muy aburridas. Siento que todos estamos
siendo escritos por alguien que no cree en lo que hace, por un
escritor cagón, poco imaginativo. Salir un sábado por la noche en
Mar del Plata es lo más parecido a leer un libro predecible y
pobremente escrito cuyo final nunca termina siendo lo
suficientemente bueno o lo suficientemente malo. Y no es la ciudad.
Cada vez son más las personas que se van y dentro de lo que podríamos
llamar el “ambiente rockero” se respira un abulia y un rumiar
bovino que empieza a apestar. Pero lo mismo les pasa a los “cumbieros”,
a los “electrónicos”, a los “salseros” y a los que no
pertenecen a ningún grupo. Todo el tiempo estamos quejándonos de
lo aburrido que es todo. Como quinceañeras caprichosas hacemos
gestos de disgusto porque los colores del pastel no hacen juego el
vestido. Por que eso y no un niño es lo que llevamos dentro: una
quinceañera soñadora que aún sigue creyendo en los cuentos de
hadas y los sapos-príncipes. Friedrich Nietzche decía que
el hombre es un puente tendido entre mono y el superhombre. Pues yo
me atrevería a decir que ese hombre-puente es una quinceañera
aburrida y predecible. Pienso en Madame Bovary, en la novela
de Gustav Flaubert: Emma tiene poco más de quince años pero
sufre quinceañeramente porque “siempre será feliz en lugar en el
que nunca está”. Cada nuevo amante es un autoengaño que la
avejenta y la corrompe. La humanidad en su totalidad es la cándidamente
estúpida Emma Bovary.
Basta con prender el televisor para comprobarlo. Basta con
ver una sola puta propaganda para saber por qué el ser humano es un
infeliz. Por esta y otras razones estoy a favor de la autoescritura
como medio de salvación. Nuestra vida (nuestro cerebro) es un texto
escrito por centenares de manos a través de los siglos. Como
occidentales, el catolicismo nos contaminó de un modo asqueroso y
es necesario alejarse para reescribirse, para
reinventarse: “Érase una vez en mí vida...” Ese
es el desafío. Uno debería ser su propio escritor y atravesar el
abismo de los tres puntos suspensivos. Puesto que todo empieza después
de ellos. A la mierda con la felicidad y con el amor entendidos
quinceañeramente. A la mierda con el sufrimiento y el miedo. A la
mierda, en definitiva, con esta existencia Bovarista.
Mis
viajes hacia
mí siempre son un naufragio y mucho de mí se pierde para
siempre. Cuando empecé esta curita les dije que podían ustedes
llamarme Remington Kid. Pues bien, es hora de contarles lo
que ocurrió después de escribir acerca de este viaje hacia las
aguas internas: cuando llegué al centro vital de mi océano, la
burbuja negra estalló: el ataúd-salvavidas saltó en el aire con
ímpetu y a causa de su ligereza volvió a caer en mi mar interior y
flotó a mí lado. Sostenido por ese ataúd durante casi un día
entero y una noche, anduve a la deriva en un mar sereno que parecía
susurrar un canto fúnebre. Los tiburones, inofensivos, se
deslizaban a mi lado como si hubiesen tenido cerrojos en las bocas;
los halcones planeaban con los picos envainados. Al segundo día, se
acercó una nave y al fin me recogió. Era la errante Rachel
, el barco que en la búsqueda de su hijo perdido, sólo había
encontrado a otro huérfano.
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