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CURITA 22 / ABRIL 10. 05

WORDS, WORDS, WORDS... (3era parte)

 

 

 

Palabras ! Palabras ! Palabras!

En Hamlet, en la “canonizada” obra de William Shakespeare, en el Acto II, en la escena 1°, Polonio ve al príncipe Hamlet con un libro y le pregunta qué está leyendo. Hamlet, con tristeza, le responde: Palabras! Palabras! Palabras!

 

  Yo, Richard

  Sin lugar a dudas, el ego de Richard Wagner (1813-1883) ha sido uno de los más grandes y complejos de la historia. Nunca le importó nada que no estuviera íntimamente relacionado con su persona o con su obra (lo uno por lo otro) y jamás se permitió dudar de la magnitud artística que poseía y que lo poseía. Gracias a una decena de biografías amarillistas y sumamente voluntariosas (todas lo son) sabemos que el compositor de Leipzig era  de carácter dominante y que su carencia de escrúpulos y su manía derrochadora hicieron que mudase constantemente su hogar huyendo siempre de una difícil situación no sólo económica sino, también,  política. Aún en sus innumerables cartas (la mitad de su vida se la pasó escribiendo cartas pidiendo dinero y la otra llevando a cabo sus proyectos con lo conseguido) Richard Wagner no puede desligarse de su figura y lo que empieza siendo una “solicitud”, siempre acaba convirtiéndose en una “exigencia”. En una carta fechada el 15 de enero de 1854 dirigida a Franz Liszt, quien además de ser el Director Musical de la Corte de Waimar era su suegro, le escribe: (...) Insisto otra vez; para asegurar completamente mi tranquilidad y recobrar mi equilibrio mental, me hacen falta tres o cuatro mil Thalers. (...) Sácame de este mal paso y volveré a trabajar con paciencia. Amigo querido, no lo tomes a mal. Tengo derechos sobre ti, como sobre mi creador. Tu eres el creador del hombre que soy ahora, hoy vivo por ti. Cuida de tu criatura; te lo exijo como un deber que tienes que cumplir. (...) Y otra, acaso de mayor extrañeza puesto que perturba por su carácter soberbio y por su profética lucidez. Dirigida esta vez a los ministros de mayor jerarquía de la Corte de Waimar y luego de haber expuesto los problemas para concentrarse en su obra por la falta de dinero (en esta época Wagner trabaja en Parsifal y está obsesionado con unas alfombras persas con las que quiere adornar el teatro de Bayreuth)  les pide abiertamente que le otorguen una “mensualidad” de por vida para poder desarrollar su talento sin que su “equilibrio mental” se vea alterado por la falta de dinero. Y concluye: “...Hombres como yo nacen cada cien o doscientos años...”  Nunca obtuvo dicha mensualidad.

 

El Ala de la Imbecilidad

  Es famoso el texto de Charles Baudelaire cuando anota en su Diario, “... hoy, día tal de tal mes de tal año, me ha rozado o ha pasado junto a mí, el ala de la imbecilidad...” Charles Baudelaire, en efecto, murió literalmente imbécil en París en el año 1867. Acaso el más importante de los poetas parnasianos y dueño de todas las sonoridades de su idioma quedó reducido, en sus días finales, a articular dos o tres palabras balbuceantes.

 

Hombre-máquina

  Friedrich Nietzche en una carta de 1881 a Peter Gast: “... A veces me pasa por la cabeza el presentimiento de que, en verdad, vivo una vida peligrosa, pues pertenezco a esa clase de máquinas que pueden estallar...” El 25 de agosto de 1900, después de una década de insanía, Friedrich Nietzche murió en Waimar y fue enterrado junto a su padre en el cementerio de Röcken.

 

Salida de Emergencia para Locos

En una carta sin fecha que Edgar Allan Poe envía a John Allan, el misterioso mercader de Richmond que lo adoptó y que le dio su apellido tras el fallecimiento de sus padres (se cree que esta carta pertenece al período de “felicidad” que atravesó el escritor al casarse con su prima Virginia de 13 años de edad) Poe escribe, “...En aquellos días de absoluta inconsciencia yo bebía, Dios sabe en qué medida... Mis enemigos atribuyen la locura a la bebida, en vez de atribuir la bebida a la locura...  Es perturbador el tono despojado y de superación que elige para referirse a sí mismo. Por un lado se cree libre de un pasado de autodestrucción y redimido ante Dios (y por extensión a toda la raza humana) al poner a éste como testigo de una tragedia que cree terminada. Pero continúa y ahí aparece lo otro, mezclándose y hablando desde sus palabras. Se refiere a sus enemigos y lo más extraño, acepta su “locura” (la que el mundo ve en él y la que el siente en su interior) como algo natural, inevitable y vital como la sangre o el corazón, donde el alcohol sólo es  la “salida de emergencia” que lo liberará de la locura volviéndolo loco.  Luego del fallecimiento de su joven esposa por tuberculosis en el año 1847, Edgar Allan Poe se dedicó a beber, a escribir y a dar conferencias de todo tipo para poder sostenerse. Murió en Baltimore en 1849. Tenía cuarenta años y los registros médicos figura como causa del deceso coma alcohólico.

 

El Cántaro Roto

Vincent Van Ghog a su hermano Theo: “... Lo que hace falta es no olvidar nunca que un cántaro roto es un cántaro roto... el riesgo de que me sobrevenga un ataque de éstos hallándome contigo o con otros es grave... pero en tal caso cabe recluirse uno, mientras dure, en algún manicomio o incluso en la prisión del partido, donde suele haber un calabozo para detenidos peligrosos...”

 

Cosita loca llamada “Forma”

Todos los grandes artistas, locos o no, han tenido la obsesión por la forma. No hay más que pensar en obras de escritores no locos como  Marcel Proust o León Tolstoi para advertirlo: Guerra y Paz fue reescrito ocho veces y el boceto inicial de En Busca del Tiempo Perdido es un borrador de mil páginas.

 

  El Barón Rojo vs. El Barón Rojo

Existen personas que hacen de este mundo un lugar aún más extraño de lo que es. Personas alrededor de las cuales se puede decirlo todo, pero donde siempre resulta imposible asegurar nada. Una de estas personas fue Manfred Von Richthofen (1892-1918) o, como la historia insistió en inmortalizarlo: el  Barón Rojo. Su vida (una vida corta y extraña) encontró en el aire el inspirado motor  de una misteriosa existencia. Lo poco que sabemos acerca de su infancia nos llega a través de una oportunista y dudosa biografía escrita por su hermano menor, Carl Von Richthofen,  que fue publicada a finales de la década del 30’ con el único fin de servir de inspiración a la juventud hitleriana que por aquellos años era adiestrada bajo los preceptos de honor y heroísmo. De aquel libro nos llegan, borrosos, sus primeros años de vida en Breslau y su afición por los cielos “despejados”: (...)  Mi hermano -escribe Carl- podía estar mirando a través de la ventana horas y horas y no aburrirse en lo obsoluto (...) Sólo se fastidiaba cuando las nubes “manchaban” el cielo, pero hasta para eso había desarrollado un método que le permitía verlo despejado: como si fuera un catalejo, ahuecaba su mano y la ponía justo frente a su ojo y apuntaba hacia aquellas zonas donde las nubes aún no habían llegado. Ese era el único modo que tenía -decía- para poder ver el cielo limpio y libre de todo (...)  En 1907 ingresó a la Escuela de Cadetes y, si bien no hay mayores datos acerca de cómo fueron aquellos años, es fácil suponer que la disciplina y la rigidez militar hicieron del joven Von Richthofen un hombre aún más estricto y huraño de lo que ya era al ingresar. Ciertamente, el futuro Barón Rojo no se encontraba a gusto en ningún lugar (empezando por su cuerpo y terminando por el mundo) y esa incomodidad, que en una vida “normal” lo habría llevado al diván del recién nacido psicoanálisis, en la guerra lo catapultó hacia la gloria. En 1912 fue destinado como oficial al regimiento de Hulanos n° 1 y desde el principio de la guerra formó parte del cuerpo de aviones. Para ese entonces (es el principio del siglo XX) la navegación aérea estaba en pleno desarrollo y cada semana aparecía un nuevo modelo que prosperaba o no según los resultados de la batalla. Podríamos llamarlo “coincidencia”, podríamos llamarlo “destino”; lo cierto es que el ingreso del Triplano fokker Dr. I (originalmente celeste en su parte inferior y verde en la superior) concuerda con el bautismo de fuego de Von Richthofen: hombre y máquina se habían encontrado y estaban hechos el uno para el otro. La leyenda asegura que fueron 80 los aviones derribados por el Barón Rojo entre 1916 y la fecha de su muerte, pero tiene dudas acerca de cuando y por qué el triplano caza dejó sus colores originales y fue completamente rojo. Algunos libros aventuran que el color del avión fue soñado por Von Richthofen luego de derribar a los primeros 17 aviones en menos de un mes. Otros, que el color fue asignado por sus superiores con el fin de producir un impacto psicológico en los ejércitos aliados. Sueño o estrategia, lo cierto es que el mito del Barón rojo se extendió rápidamente entre las líneas enemigas y pronto su figura se convirtió en la pesadilla de los pilotos ingleses y franceses. Y aún más, en su propia pesadilla: a medida que su fama crecía, Manfred Von Richthofen se hacía más y más solitario y se encerraba en su pequeña habitación a contemplar el cielo raso durante horas y horas antes de salir nuevamente a la batalla. La mañana del 18 de abril de 1918, la Jagdgeschwader n° 1, la escuadrilla de caza que comandaba (7 fokkers) salió en una expedición de rutina y se dividió en dos grupos para rastrear posibles movilizaciones aliadas en los frentes sur y oeste de Wiechbaden. Se sabe que el avión de Von Richthofen tuvo problemas con su motor y que decidió volver a la base confiando en que la misión siguiera adelante sin él. Es en este regreso solitario donde el as alemán encontró la muerte: con incredulidad primero y con espanto después, el Barón rojo vió cómo el Barón rojo se ponía en su línea de fuego y comenzaba a dispararle. Finalizada la guerra se supo que las fuerzas aliadas habían hecho una réplica del fokker rojo de Von Richthofen para acabar con la leyenda: sólo el Barón rojo -decían- podía acabar con el Barón rojo. Cuando el ejército alemán realizó las pericias del avión derribado notó, con incredulidad, que su ametralladora no había sido utilizada: Manfred Von Richthofen, el Barón Rojo, el aficionado a los cielos despejados, no había disparado ni un sólo tiro.

 

La Conquista Espacial

 

En The Book of  the Samurai, Ikuno Oribe (1675-1702) dice: (...) intuyo que en la conquista del espacio se encuentra la llave de nuestros pesares. Los humanos sólo nos hemos movido en el tiempo. Y el tiempo (nuestra concepción de él)  es nuestra gran prisión. Piensen en aquello que más temen y se darán cuenta que en el fondo es miedo al tiempo. Cuando aprendamos a vivir en el Espacio y no el Tiempo otra será la historia (...) No existe nada salvo la sucesión continua del presente. La vida entera de un hombre es la sucesión de un momento seguido por otro momento. Si alguien entiende plenamente el momento del presente, no habrá nada más que hacer y nada más que perseguir.

 

 

 U$S 13, 13

 

“... En la noche oscura del alma, son siempre las tres de la mañana, día tras día...” La frase pertenece a Francis Scott Fitzgeral y está dispersa en ese ineludible campo minado que es El Crack-Up, libro de ensayos publicado póstumamente en 1945. La vida de Fitzgeral bien podría  resumirse como la primer gran pesadilla del sueño americano: éxito, juventud, fama, excesos, locura, amor, muerte... todo junto en una sola persona y envuelto para regalo. Y es que la suya es una de esas historias tristes que arranca en apariencia muy bien y termina realmente muy mal. Luego de publicar su primer y exitosísimo libro Al Este del Paraíso, en 1920,  se casó con la bellísima bailarina frustrada Zelda Sayre y todo hacia suponer que la suya sería una vida llena de aventuras y glamour. Y así fue. Hasta que la música se acabó y las luces se apagaron. Ambos, Zelda y Scott, encarnaron lo que él llamó The Jazz Age o “la orgía más cara de la historia”, esos diez “años locos” que van del fin de la primera guerra mundial al estallido de la Bolsa de Nueva York. El estilo de vida que llevaron entonces puede resumirse en tres palabras: fiestas, fiestas y fiestas. Entre 1924 y 1926 Fitzgeral ganaba 36.000 dólares al año (veinte veces más lo que el americano promedio) y decidió mudarse a Europa porque allí los hoteles de cinco estrellas costaban menos que en EE.UU. Sin embargo, las cosas iban cuesta abajo. Las fiestas habían fomentado su alcoholismo y lo habían llevado a escribir cosas inferiores a su talento (en una carta a un amigo se confiesa: “...Me pagan 2.000 dólares por relato y no dejan de empeorar”). Y a Zelda las cosas tampoco le iban muy bien: su cerebro era una casa que había empezado a venirse abajo (esquizofrenia) y sólo parecía tranquilizarla salir de compras y gastar y gastar y gastar. Para cuando llegaron los 30’, la pareja dorada se había apagado y padecía la resaca de todo el champagne bebido en los 20’. Zelda comenzó a recorrer hospitales psiquiátricos (moriría en uno de ellos, en 1948, luego de un incendio)  y Scott tuvo que trabajar a disgusto para esa nueva forma del sueño-pesadilla americano que surgía, la Industria Cinematográfica. Los diccionarios nos dicen que Francis Scott Fitzgeral nació en St. Paul, Minnesota, en el año 1896 y que murió en Hollywood de un ataque al corazón en 1940. El último pago de derechos que recibió el autor de El Gran Gatsby (1925) fue de 13 dólares con 13 centavos.

 

 

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