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CURITA 14 / FEB 13. 05

CUADERNO NEGRO.

 

 

Durante mucho tiempo fui un cuerpo echado sobre una cama. No emitía señales de vida más que a través de mis ojos y a esa etapa yo la llamo “mi larga adolescencia horizontal”: escribía, leía, tomaba mate, comía, tenía sexo con mi mano, lloraba, era feliz y por sobre todas las cosas y lo más importante: no estaba en este mundo. Fue en aquella época cuando empecé a practicar mi deporte favorito: mirar el cielo. Aún lo sigo haciendo pero ya no con la asiduidad con la que solía hacerlo en aquel entonces. Yo no sabía porque me fascinaba tanto hacer “nada”. Hasta que un día (una noche) me di cuenta. Estaba tirado sobre las tejas del techo de mi casa mirando las estrellas y esperando avistar algún OVNI cuando ocurrió. Vi una pequeña luz que era del tamaño de las estrellas y que se movía entre ellas y ,si bien en un principio me alegré por que al fin me venían a buscar, luego experimenté una de las mayores desilusiones  de mi vida: era un satélite. Fue entonces cuando me di cuenta que me gustaba mirar el cielo por la sencilla razón de que allí no había rastro humano alguno y aquello era la prueba de que ni siquiera en el espacio uno estaba libre de lo humano.  Vivir en los suburbios no tiene muchos beneficios, pero hay algo que no cambio por nada del mundo y eso es su oscuridad. Son muy pocas las cosas que necesito para sentirme bien y una de ellas es tener una ventana a través de la cual poder ver el cielo cuando me acuesto a dormir. Como decirlo... esa sola actividad, la de mirar, me pone en mi lugar. Una de las cosas que he aprendido es que uno es lo que “ve” puesto que lo que “ve” es  lo que lo hace pensar y como consecuencia, actuar. Alguien podría recordarme que existen los ciegos. Y yo respondería que precisamente ellos son los que más “ven”. Hagan un experimento, Uds. que no son ciegos y que ven: ¿hace cuánto tiempo viven donde viven? ¿10, 20 años? ¿Podrían describirme los árboles que hay en su cuadra? ¿podrían decirme cuántos hay? No. Un ciego podría. Y podría hablar de  su olor y la forma de sus hojas... en fin, lo que quería decir es durante mucho tiempo estuve decidiendo si me ponía a “vivir” o no. Mucha gente ni siquiera se lo plantea.  Y fue allí cuando todo empezó: cuando empecé a imaginarme.  Hay cosas que, claro, son imposibles cumplir. Por ej: vivir en en Berlín en la década del ‘30 (pero hasta eso es materia de duda: realidad virtual). Los que me conocen saben de mi idea de clonarme en por lo menos cinco Remingtons para poder hacer (bien) todo lo que quiero hacer. Yo crecí en el seno de una familia trabajadora donde los libros eran cosas de “ricos”, de gente que no tenía nada que “hacer” y que por eso se ponía a leer. Y fue muy duro convencerlos de que yo no era un vago. Aún lo es.  Pero ya no me importa cómo me importó en algún momento. En cierto sentido me considero un tipo jugado, pero me gusta pensar en el término inglés de la palabra: Play. Ejecutado, tocado, actuado, hecho música por mí. Creo que de eso se trata todo. Hay personas que son largas sinfonías y otras que sólo son jingles televisivos. En mi caso me gusta pensarme en términos de canción: una triste canción alegre de tres minutos y medio que recién empieza girar. Sinceramente no sé donde terminará mi vida. Y eso me emociona. Es como tener tres acordes y un estribillo sin letra. No hay nada como ese momento. Cuando era chico tenia un cuaderno negro que escondía debajo de mi almohada donde escribía historias y canciones tontas. Me gusta acordarme de ese cuaderno porque nunca lo completé. En la primera hoja dice “historias” y en la mitad del cuaderno “canciones”. Y así, exactamente así, es cómo me siento por estos días: llenándolo.

 

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