CURITA
10 / ENE 16. 05
PIERNA
Y MEDIA.
La
vida empieza cuando uno se da cuenta que
un día se va morir.
Ese es el día en el que algo
se pierde para siempre. En mi caso ocurrió cuando tenía seis años.
Hasta ese entonces, el mundo (un pequeño
pueblo de la provincia de Neuquén llamado Centenario)
era tan exótico y misterioso como sólo podría serlo una tortuga
en celo. Entre la ruta 22 y la Nada (la bella “nada” de las bardas
sureñas), vivíamos nosotros, los “Kid” o más conocidos como
“los chilenos que venían
de San Martín de los Andes”. Mi padre, el
Mario “chute” Guerrero, contrabandista de pisco
durante la ley seca en Chile, arquero del Lácar
Fútbol Club en San Martín de los Andes y aficionado a las
carreras de Fórmula 1 y al vino tinto carlon,
era lo que aquí se conoce como un mecánico
intuitivo. Nunca había
estudiado nada acerca de motores de autos...en realidad, nunca había
estudiado... apenas si terminó su formación básica y gracias,
pero... ahí estábamos todos: hechos una familia
y
comiendo gracias al “mecánico intuitivo” que, por cierto, no
arreglaba Gordinis:
arreglaba máquinas viales ... ahora que lo recuerdo, las máquinas
viales (topadoras, aplanadoras, excavadoras, etc) constituyeron
el telón de fondo delante del cual ejercí mi primera niñez (digo
primera niñez porque no creo en la adultez. Sólo hay primera,
segunda y tercera niñez...
pero claro, es una opinión personal). En fin... la cosa era así:
nuestro barrio pertenecía a la empresa MAROCCO S.A y abarcaba una
manzana de casas blancas exactamente iguales entre sí en cuyo
centro estaba lo que nosotros (los hijos de los empleados de MAROCCO
S.A) llamábamos el Cementerio
de Máquinas. Todos los patios traseros de nuestras casas daban
al cementerio de máquinas y a todos se nos tenía absolutamente
prohibido trepar el paredón e ir allí. De modo que era lo único
que hacíamos. El juego consistía básicamente en esconderse y
evitar que Pierna y media
nos descubriera. Pierna y
media era el sereno. Nunca supimos gran cosa de él. Sabíamos
que se apellidaba Vera; que no tenía familia y que nunca dormía.
Uno podía pasar a las tres de la tarde frente al cementerio de máquinas
y allí estaba Pierna y media,
fumando, con el cuerpo encorvado hacia adelante y sostenido por una
muleta metálica que el mismo se había fabricado. Pierna
y media nunca abandonaba los límites del cementerio de máquinas.
Vivía allí y para nosotros era una especie de Rey maligno que en
cualquier momento podía apelar a sus poderes y hacer que una
oxidada excavadora se convirtiera en un dinosaurio metálico que
acabaría con todo el pueblo cuando él lo quisiera. Pero nunca lo
hizo. Nada de lo que ocurría fuera de los límites del cementerio
parecía importarle y el hecho de que jamás se quitara su gorra
verde de John Deer le
confería un aire siniestro que más de uno de nosotros padeció en
sus pesadillas: Pierna y
media era el hombre sin cara; el hombre que bebía aceite para
autos; el hombre que tenía dos bolillones de acero en lugar de ojos
y un bulón en vez de nariz; el hombre que reía con dientes de bujías;
el hombre que había suplantado todos sus órganos con repuestos de
máquinas viales muertas; el hombre-máquina al que debíamos vencer
en su propio reino... Lo bueno del juego de las escondidas (al fin y
al cabo era éso) era que no necesitábamos estar organizándolo :
el juego era siempre. Uno
podía entrar solo o con todo el grupo (éramos siete) y estar diez
minutos o tres horas. Eso no era lo importante. Lo importante era
engañar a Pierna y media
y vivir para contarlo. Lo mejor siempre era contarlo y alardear de
lo cerca que había pasado Pierna
y media de nosotros, de nuestros escondites... Por aquel
entonces, cuando ocurrió lo que ocurrió,
mi escondite favorito era una rueda de tractor que estaba apoyada
sobre la gigantesca pala rectangular de una de las máquinas y el de
Cochiz Lazarte, mi mejor
amigo (su padre era fanático de las películas de vaqueros y cada
vez que veía una protestaba
frente al televisor porque los indios eran presentados como unos
tontos con plumas y maquillaje) era la cabina polvorienta de la
topadora que estaba junto a mi máquina. Nosotros siempre estábamos
comunicados. Cochiz tenía una vista privilegiada del cementerio y
cuando Pierna y media se acerca
a
nuestra posición , él sacaba el dedo gordo por un pequeño
orificio que estaba en la chapa de la cabina y lo movía
hiperkineticamente. Esa era la señal que yo esperaba para empezar a
respirar despacio y convertirme en una momia dentro de la rueda del
tractor. Juntos éramos un equipo y siempre nos sentíamos seguros
cuando el otro estaba allí. Pero no siempre fue así. Una tarde, la
tarde anterior a la graduación de mi hermano mayor, la tarde
anterior de que ocurriera lo que ocurrió,
acaso para probar mi valor, acaso para sacarme el aburrimiento de la
siesta neuquina, entré al cementerio a jugar solo. Era raro mirar
hacia la cabina de Cochiz
y saber que su dedo gordo no aparecería. Pero me sentía bien. En
algún punto me estaba demostrando algo
a mí mismo. Y eso siempre es bueno. Recuerdo que no estuve mucho
tiempo. Media hora., cuarenta minutos. Y luego decidí salir. Fue
entonces cuando experimenté uno de los miedos más grandes de mi
vida: apenas puse un pie en la tierra vi mi sombra y un segundo
después, asomándose detrás de ella, como surgida de la nada, como
una aparición, la sombra arácnida de Pierna
y media... me quedé congelado, mis piernas comenzaron a temblar
y recuerdo que fue como en las pesadillas: grité pero ningún
sonido salió de mi boca. Luego corrí como un endemoniado hacia el
paredón que daba al fondo de mi casa donde habíamos puesto unos
tachos de 200 litros que nos servían de escalera y jamás miré atrás.
Incluso cuando Pierna y media
me tomó del tobillo derecho y yo sentí que era hombre
muerto. Nunca miré atrás.
Esa tarde perdí mi zapatilla; al día siguiente, a mi padre. Fue
durante la fiesta de graduación de mi hermano mayor, unos minutos
antes de que mi madre escuchara a través de los altoparlantes del
colegio el nombre de la persona que en ese momento estaba siendo
trasladada en una ambulancia a 200 km/h por la ruta 22 hacia una clínica
en Neuquén capital y caminara hacia mi hermano con un diploma
enrollado en su mano tratando de contener las lágrimas. ¿Por qué
los padres les ponen a sus hijos el mismo nombre que le pusieron a
ellos? ...como sea, ahí está la foto. Cada tanto voy al álbum y
la miro: la cara de mi madre es la cara del miedo, de la
incertidumbre, de todas las preguntas de nuestra existencia
reducidas a una sola. Tiene
los ojos tan abiertos, tan verdaderos, que da impresión mirarla.
Todos los que salen en la foto (la directora con una hoja y un micrófono
en la mano, una hilera de chicos y chicas con guardapolvos blancos,
un par de padres aplaudiendo, mi hermano) parecen pequeños
animalitos ciegos a su lado. Da la sensación de que ella es la única
persona en el mundo que ve
la esencia de las cosas, su fragilidad original, su estado epifánico
y lo hace directamente a la cámara. Por esa razón cada tanto
vuelvo a ver (la
palabra me resulta excesiva) esa foto. Por supuesto, nada de esto se
me cruzaba por la cabeza en aquel momento. Obviamente sabía que
algo no andaba bien, pero yo lo atribuía al episodio que había
tenido con Pierna y media
la tarde anterior: por alguna razón (nunca lo sabremos) mi padre
había decidido quedarse en la empresa a reparar el motor de una de
las máquinas que debía hacer el relevo en Challa-Có. La provincia
estaba creciendo y los caminos y las rutas crecían y se ramificaban
con un ritmo tal que demandaba a los empleados de MAROCCO S.A una
actividad full-time. Pero
eso no era excusa. El progreso podía retrasarse por dos horas....
pero no fue así. La máquina se reparó y estuvo lista para ir a
hacer caminos y el cerebro de mi padre reventó como una bombita de
agua arruinándolo todo: derrame cerebral. Lo gracioso es que todos
los chicos-MAROCCO ese día conocimos la cara de Pierna
y media. Al parecer Pierna
y media y mi padre eran grandes amigos y cuando ocurrió lo que ocurrió
él estaba allí. Y es por eso que todos nos sorprendimos cuando
antes de que empezara la ceremonia de entrega de diplomas apareciera
Pierna y media y apoyándose
en su muleta metálica se abriera paso entre la gente que estaba en
el salón de actos del colegio y caminara sin dudar hacia donde
estaba mi madre. En ese momento sentí que ahora
sí era hombre muerto. Incluso Cochiz
que estaba a tres compañeros de mí lo notó y mirándome me hizo
la señal del decapitado con su índice.
Pero
hubo algo que me confundió, que nos confundió a todos los chicos-MAROCCO:
cuando Pierna y media
estuvo a una cabeza de distancia de mi madre, se sacó la gorra John
Deer, la puso sobre su pecho, tosió y recién entonces empezó
a hablar. Todo lo que pasó después y los días siguientes fue
digno de un capítulo de la serie dimensión
desconocida: la gente del barrio no dejaba de entrar y salir de
mi casa; nos traían regalos, comida, golosinas; ponían sobre
nuestra mesa brillantes botellas de coca-cola y papas fritas; nos
besaban y las madres-MAROCCO se iban sollozando y los padres-MAROCCO
moviendo la cabeza en un gesto que quería decir no,
pero que jamás empezaba a decirlo. De no haber sido por las caras
largas de todos cualquiera hubiera jurado que aquello era el
“cumpleaños más largo de la historia”; pero ninguno de
nosotros cumplía años. Y por supuesto, ninguno de nosotros entendía
nada. Por mi parte trataba de relacionar el hecho de haber perdido
mi zapatilla en el cementerio de máquinas con el festejo
que se realizaba en mi casa. Pero era imposible relacionarlo. No podía
ser la zapatilla. Sólo cuando íbamos camino a la clínica nos
enteramos de lo que había ocurrido: “Su papá está internado y
únicamente el Mario-chico
puede entrar a verlo”. Ese era Muñoz, un hombre de pocas palabras
y de mucho dinero. Nadie me lo confirmó pero siempre sospeché que
Muñoz era un Chulo: tenía
el auto más grande y más brillante de cuatro pueblos a la redonda
y siempre lo acompañaba una señorita no mucho más grande que mi
hermana , pero linda y toda pintada. A mi gustaba ver a las chicas
de Muñoz cada vez que pasaba por casa: eran hermosas y siempre
parecían aburridas dentro del Galaxian gris-perlado. Me
gustaba imaginarme que me subía al auto y las llevaba a dar un
paseo por el desierto cuando atardecía. Era extraño que fuera
amigo de mi padre. Pero mi padre era un hombre extraño. Todo el
tiempo estoy escribiendo sobre él. Todo el tiempo estoy tratando de
darle una consistencia que jamás tendrá y es frustrante; es sentir
que mi vida es un puzzle
que estoy a punto de completar al que le faltan las piezas donde está
su cara y sólo tengo pedazos de un cuerpo que nunca podré armar
para dar por finalizado el rompecabezas. Rompecabezas que es un
hermoso y bello paisaje de montaña con pequeños vacíos que alejan
toda la magia y me dejan ver que debajo de esas praderas sólo hay
una mesa de madera y que toda mi vida es un maldito “pasatiempo”
de verano. Para cuando nuestra vida volvió a la normalidad
(no coca, no golosinas, no besos) mi madre se pasaba el día
llorando en su habitación y mis hermanos sólo veían la tele donde
la gente también se la pasaba llorando, pero por otras cosas. En
cuanto a mí, pues... a mí si me fue difícíl llorar delante de la
gente. Siempre busqué lugares alejados y sólo cuando estaba
totalmente seguro que nadie vendría, recién entonces abría la
canilla. Y eso fue lo que hice aquellos días post-muerte: trepaba
el paredón y me iba a mi escondite. Me pasaba horas y horas metido
dentro de la rueda del tractor y ni siquiera me importaba que Pierna
y media me encontrara. Incluso deseaba que lo hiciera y que me
convirtiera en un niño-máquina como él. Pensaba todo el tiempo en
la muerte, en mi propia
muerte. Pensaba que si pensaba
mucho mi cabeza iba a estallar como lo había hecho la de mi padre y
prefería estar ensamblado como Pierna
y media: un par de pistones, unas poleas, un carburador...
cualquier cosa en vez de tener un cerebro y un corazón. Pero las
cosas casi nunca son como queremos y tal vez sea mejor así. La última
vez que fui al cementerio de máquinas, vi la sombra de Pierna
y media acercándose hasta la rueda de tractor donde yo estaba y
no sentí absolutamente nada. Supe que el juego había terminado. Y
él también. Salí de la rueda y caminamos juntos hacia el paredón
del fondo de mi casa. No nos dijimos nada. Sólo caminamos juntos y
atravesamos el cementerio de máquinas viales. Yo sabía que era la
última vez vería aquellos dinosaurios metálicos; sabía que era
la última vez que vería a Pierna
y media. Poco antes de llegar a los tachos de 200 litros, Pierna
y media saco de su bolsillo la zapatilla que me había arrancado
hacía tan sólo unos días atrás y me la devolvió. Fue entonces
cuando supe que todo había cambiado y que algo me uniría de por
vida a Pierna y media. En
cierto modo, a partir de ese momento, ambos éramos lo mismo. Dos días
después, los “Kid”, los chilenos
que venían de San Martín de los Andes, éramos descargados
en M.D.P. y acomodados en una pensión de mala muerte. Recuerdo no
haber pegado un ojo en toda la noche y haber pensado de un modo
desbocado todo lo que me estaba ocurriendo, todo lo que nos
estaba ocurriendo. Eso era mi familia, lo que había quedado de
ella: mi madre y mis dos hermanos... Todas las personas que quería
en este mundo cabían en una cama de dos plazas. Y podía oír su
respiración, el latido de sus corazones... y eso me aliviaba.
Nosotros estábamos vivos. Nos faltaba el motor, pero aún estábamos
enteros. Aún no era tiempo de oxidarnos como las máquinas del
cementerio. Aún podíamos hacer caminos.
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